(SIGLOS I-V)
PRIMERA PARTE: DEL
SIGLO I AL III D.C.
LECTURAS PARA EL PRIMER DÍA:
DESDE PÁGINA 01, HASTA PÁGINA 13.
CAPITULO I: EL JUDAISMO EN PALESTINA EN TIEMPOS DE JESUS.
Según la visión soteriológica del Nuevo Testamento,
Jesús apareció "cuando llegó la plenitud de los tiempos". El anhelo del Mesías estaba muy vivo en el judaísmo del tiempo,
por motivos religiosos y políticos:
Desde hacía medio siglo se vivía el dominio del
Imperio Romano.
Herodes el Grande había recibido del Senado Romano
el título de "rey de los judíos", favoreciendo los intereses romanos, siendo odiado por el pueblo, que organizó una resistencia
capitaneada por Asmoneo Antígono. Con la ayuda de los romanos, Herodes destruyó esta resistencia, conquistando Jerusalén el
37 a.C. Repartió el reino entre sus tres hijos: a Arquelao (que asumió la dignidad real), Judea, Samaría e Idumea; a Herodes
Antipas, el territorio que confinaba al norte; a Filipo, la Batanea, Traconítide y Auranítide.
Arquelao fue depuesto en 6 a.C. por Augusto,
quien dio un nuevo régimen a la región: la administración fue dada a procuradores romanos (que residían en Cesarea) y los
asuntos internos de los judíos eran resueltos por el Sanedrín.
1.- La situación religiosa del judaísmo palestino.
El mundo judío mantuvo con tenacidad sus peculiaridades
características religiosas, cuyo centro era el monoteísmo: tenían una concepción propia de la historia, guiada por el Dios
Yahvé, que se había revelado como su Señor. Esta fe conformaba la vida cotidiana de los judíos, fe que venía fortalecida por
la esperanza en la venida de un Salvador: el Mesías, que debería erigir en Israel el Reino de Dios. Esta fue la fuerza
de resistencia más grande del pueblo en momentos de amenaza para su existencia. La idea mesiánica revistió pronto características
demasiado terrenas, aunque nunca faltó una idea de misión esencialmente religiosa.
Junto a la fe monoteística y a la esperanza mesiánica,
una función decisiva en el mundo religioso judío era la Ley, deber que la vida religiosa cotidiana pone al devoto:
el cumplimiento trae la bendición de Dios, la falta, un deber de expiación. La Ley se presenta en la Sagrada Escritura. La
observancia de la Ley traerá divisiones doctrinales dentro del judaísmo: asideos (observantes maximalistas), saduceos
(racionalistas), fariseos (intérpretes de la Ley, elitistas, recogieron la interpretación de la Ley por escrito en
la Mishná y en el Talmud), zelotes (observancia de la Ley unida al combate).
2.- La comunidad de Qumrám.
La fidelidad a la Ley empujó a un grupo, los
esenios, a aislarse de la vida pública. Las excavaciones realizadas en Qumram desde 1947 han dado nueva luz sobre su identidad.
Sus inicios están en tiempos de los Macabeos, y su apogeo a principios del I siglo a.C. Abominaban el enriquecimiento de los
jefes del pueblo con el dinero de los paganos; consideraban el Templo como contaminado, por la relajación de los sacerdotes.
Ello trajo consigo que se sintieran un "resto santo" de Israel, separado del resto de los grupos religiosos de la nación.
Los esenios se constituyeron en comunidad separada, gobernada por un "Maestro de justicia", siguiendo una observancia
radical de la Ley; creían inminente el final de los tiempos, que traería consigo una lucha entre hijos de la luz (=esenios)
y de las tinieblas.
Dos Mesías deberían sostener el grueso de la
lucha final: el "Ungido de Aarón" (Sacerdote del final de los tiempos) y el "Ungido de Israel" (Príncipe del
final de los tiempos).
Se establecieron en el desierto, adoptando las
características de una cofradía de tipo religioso: propiedad común de bienes, vida comunitaria, celibato (aunque también había
miembros casados, pertenecientes en un cierto modo a la comunidad monástica). Cultivaron la literatura apocalíptica.
El centro monástico de los esenios en Qumram
fue destruido por los romanos el 68 d.C., desapareciendo rápidamente la clase esenia.
3.- El judaísmo de la diáspora.
Una importancia decisiva para la difusión del
cristianismo tuvo la diáspora judía. Desde el siglo VIII a.C., el judaísmo se había difundido en Asia Menor y mundo mediterráneo.
Los grandes centros culturales helenísticos ejercieron una especial fuerza de atracción: importantes colonias judías se encontraban
en Antioquía, Roma y Alejandría.
La característica más llamativa era el profundo
sentimiento de pertenencia al grupo, con su propia organización, cuyo centro era la sinagoga, con un archisinagogo para el
culto, y el consejo de ancianos para cuestiones civiles. El principal ligamen era su fe religiosa, que hizo que no quedaran
confundidos en el paganismo circundante. La comunidad judía conseguía privilegios y excepciones, que daban ventaja al desarrollo
de su religiosidad, de sus particularidades y de su economía. En general, pertenecían a la clase media: agricultores, tejedores,
banqueros...
La diáspora, abandonada la lengua materna, adoptaba
la koiné, que se introdujo en el culto sinagogal: el judaísmo egipcio tradujo al griego el Antiguo Testamento (=la llamada
"Versión de los LXX"), que será adoptada como traducción oficial de la Biblia en toda la diáspora. Así, el judaísmo
fue expuesto al influjo cultural del helenismo.
Este influjo es sensible, sobre todo en el centro
intelectual de la diáspora: Alejandría, patria del judío Filón (+ h. 40 d.C.), cuya vasta producción literaria es un
eco de las polémicas que el mundo intelectual helenístico podía provocar en un judío culto. Así, nace una lectura de la Biblia
judía, descubriendo un sentido más profundo y escondido en ella, sirviéndose de la filosofía platónica para su análisis.
El judío de la diáspora mantenía un fuerte lazo
de unión ideal y objetivo con la patria palestina: Jerusalén y el Templo estaban en el centro de este sentimiento de
unión. Así, cada año ofrecía un tributo financiero al Templo, y su más vivo deseo era peregrinar allí por Pascua. La otra
característica de la fidelidad a la religión de los padres, fue el estrecho ligamen entre la comunidad, con exclusión del
resto de la población, hecho que influyó mucho en los frecuentes brotes de antisemitismo.
El judaísmo de la diáspora produjo una literatura
propagandística de su conciencia de pueblo elegido: La carta de Aristea, Oracula Sibyllina y Contra Apión, de
Flavio Josefo, de naturaleza apologética, son los escritos más notables. Ello trajo consigo que muchos paganos entraran en
relación directa y estrecha con el judaísmo: prosélitos (=que asumían la religión judía completamente) y los temerosos
de Dios (acogían diversas prácticas y creencias judías, menos la circuncisión).
La diáspora tuvo una gran importancia para la
primera misión cristiana: Le aportó la LXX, que será la Biblia del joven cristianismo; las sinagogas serán el punto de partida
de la predicación, encontrando "prosélitos" y "temerosos de Dios" abiertos a su mensaje, hecho que fue causa de enfrentamiento
entre judaísmo y cristianismo.
CAPITULO II: JESUS DE NAZARETH Y LA IGLESIA
La historia de la Iglesia tiene sus raíces en
Jesús de Nazaret, nacido en el mundo intelectual y religioso del judaísmo palestino. Su vida y su actividad, que pusieron
los fundamentos de la Iglesia, constituyeron la premisa de su historia.
Las fuentes que dan noticia de esta vida y de
su significado para la Iglesia son de naturaleza muy particular. Por una parte existen algunas noticias de fuente pagana y
hebrea, de gran importancia para probar la existencia histórica de Jesús. Por otro, las escrituras del Nuevo Testamento, y
especialmente los tres evangelios más antiguos, los Hechos de los Apóstoles y algunas cartas de san Pablo, reproducen la imagen
viva en las mentes y en los corazones de sus primeros seguidores, cuando éstos, tras la Ascensión de Jesús, lo predicaron
como el Mesías crucificado y resucitado. Esta imagen lleva el sigilo y la forma puestos por la necesidad de la predicación
apostólica y de la fe que la sostenía. Pero esto no debe llevar a un escepticismo sobre la posibilidad de conocer el Jesús
terreno e histórico. Sin componer una "biografía de Jesús", estas fuentes se refieren a su vida, cuentan hechos, eventos,
acciones y palabras particularmente significativos para la predicación sobre él, atestiguando al mismo tiempo que son datos
históricos importantes sobre su vida. Los documentos de la predicación apostólica tratan de testimoniar que Jesús es el Cristo;
con la cautela que recomienda la crítica histórica, es siempre posible presentar algunos hechos que servirían para realizar
un bosquejo biográfico de Jesús.
Hacia el 4 ó 5 a.C., Jesús de Nazareth nació
en Belén de la Virgen María. Circuncidado, a los 40 días fue presentado en el Templo. A causa de la amenaza de Herodes, José,
María y Jesús marcharon a Egipto, donde permanecieron hasta la muerte de dicho rey. En Nazareth creció. Cuando contaba alrededor
de los 30 años de edad, Jesús abandonó su casa paterna para comenzar su obra religiosa. Comenzó yendo al Jordán, donde fue
bautizado por Juan el Bautista, produciéndose una hierofanía. Consciente de su misión mesiánica y de su filiación divina,
que pudo confirmar con muchos milagros, Jesús predicó la llegada del Reino de Dios. La ley suprema de esta religión es el
amor absoluto hacia Dios y el hombre. En contra del fariseísmo, afirma que la pureza y la rectitud de intención son las leyes
fundamentales de la acción moral, dando a la conciencia personal la función decisiva en el campo religioso. Da un mensaje
de preferencia y de esperanza para los últimos de la sociedad, y al mismo tiempo emplea un lenguaje exigente para quien quiera
seguirlo.
Jesús no predica una religión individual, sino
comunitaria: En torno a él se forma una comunidad, que es formada como tal por él, en vista de su crecimiento. Jesús mismo
llama a esta comunidad "su Iglesia", y reivindica como propia su fundación (Mt. 16,18). De sus seguidores, Jesús escoge a
doce, para darles un rol especial dentro de la comunidad, el de "enviados" (=apóstoles). Su misión es predicar el Reino de
Dios. De entre ellos, Pedro será la roca sobre la que se apoyará la fundación de la Iglesia.
Con la muerte y resurrección de Jesús, la Iglesia
está fundada; su vida histórica comienza con la venida del Espíritu Santo. La crucifixión de Jesús sucedió el 14 o 15 Nisán
de un año entre el 30 y el 33 de la era cristiana. A los tres días resucitó y se apareció a sus discípulos, hasta que ascendió
a los cielos.
CAPITULO III: LA PRIMITIVA COMUNIDAD DE JERUSALÉN
1.- Las vicisitudes exteriores.
Las noticias más importantes sobre la primitiva
comunidad cristiana las tenemos en los siete primeros capítulos de los Hechos, aunque con lagunas, ya que el fin del autor
es mostrar cómo el Evangelio se convierte en un mensaje que, de los judíos, pasa a extenderse a los gentiles, con Pablo como
primer protagonista de esta misión.
La resurrección reunió la primera comunidad de
discípulos, unidos por la misma fe y confesión. Tras la resurrección, un grupo de 120 discípulos se reúne para recibir las
últimas instrucciones. Tras la ascensión, bajo la dirección de Pedro, se elige un nuevo miembro del colegio apostólico: un
testigo, digno de fe, de la vida del Señor: Matías. Tras Pentecostés, Pedro predica públicamente a Cristo, muerto y resucitado,
como el Mesías: Unos 3.000 judíos adhieren a la fe en Cristo. Nuevos éxitos llegaron enseguida. Pronto eran ya unos 5.000
creyentes (Hch. 3, 1-4, 4).
El éxito inquieta a las autoridades judías: Pedro
anuncia ante ellos el mensaje de Jesús. Aumenta siempre más el número de fieles. Los apóstoles organizan la atención a la
comunidad. Instituyen los diáconos. Empiezan las tensiones entre helenistas y judeo cristianos de Palestina. La muerte de
Esteban fue la señal de una persecución que se abatió sobre la comunidad de Jerusalén, golpeando sobre todo a los cristianos
helenistas. Mientras que los apóstoles quedaron en Jerusalén, muchos cristianos huyeron, predicando el evangelio en Judea
y Samaria: las muchas conversiones allí logradas, hicieron que Pedro y Juan visitaran a estos nuevos cristianos para imponerles
las manos, predicando al mismo tiempo en Samaria.
Cesada la persecución, vino un corto tiempo de
paz; la persecución comienza otra vez: Herodes Agripa hizo arrestar a Pedro y Santiago el Mayor: éste último fue decapitado
(42 o 43). Pedro dejó Jerusalén. La guía de la comunidad de Jerusalén pasó a Santiago el Menor, que durante unos 20 años desarrolló
allí una gran actividad; fue martirizado en el año 62. La catástrofe que supuso para Jerusalén la sublevación de los años
66-67, hizo que la comunidad cristiana emigrara a oriente del Jordán, estableciéndose en la ciudad de Pella.
2.- Constitución, fe y espiritualidad.
Secta de los nazarenos (é tón nazarión airésis) era llamado por los judíos el grupo de los seguidores de Jesús (Hch. 24,5), por haberse
constituido como comunidad en Jerusalén, bajo el nombre de Jesús de Nazareth; comunidad (ekklesía) es el nombre que
se dan a sí mismos los judeocristianos: la fe de este grupo les lleva a unirse en una organización de carácter religioso,
resultando una comunidad.
Se trata de una sociedad organizada, en que no
todos los miembros tienen la misma posición: hay diversas personas y diversos órdenes de personas, a los que en la vida de
comunidad se les encargan deberes y funciones diversas, que son asignados por una autoridad superior.
En primer lugar se encuentra el Colegio Apostólico:
la Iglesia primitiva siente como intocable el número de doce para estos hombres, por ello, tras la defección de Judas, siente
el deber de completar el número, eligiendo a Matías, dejando a Dios tal elección. El deber del apóstol es dar testimonio de
la vida, muerte y resurrección de Jesús; dirigir las celebraciones cultuales; administrar el bautismo; presidir la sagrada
cena; imponer las manos para consagrar algunos miembros para deberes particulares.
Entre los miembros del Colegio, Pedro
ocupa un puesto de guía: dirige la elección de Matías, es portavoz de los discípulos en Pentecostés, predica con ocasión de
la curación del cojo, portavoz del Colegio ante los ancianos y escribas, ante el Sanedrín; es juez en el caso de Ananías y
Safira, y en el de Simón Mago; sus visitas a los "santos" fuera de Jerusalén, revisten el carácter de visita canónica. Su
decisión de bautizar al pagano Cornelio asume una importancia normativa para el futuro; Pablo va a Jerusalén para consultarlo,
tras su conversión, ya que de él dependía la acogida de Pablo en la comunidad. Todos estos aspectos se comprenden a la luz
del mandato del Señor (Mt., Lc. y Jn.) a Pedro de confortar a los hermanos y de apacentar la grey de Cristo.
Una segunda institución es la de los diáconos,
siete hombres que colaboraban con los apóstoles, sirviendo las mesas de los pobres de la comunidad. El conferimiento de la
carga sucede por la oración e imposición de manos de los apóstoles. Uno de ellos, Esteban, es protagonista de la controversia
cristológica con los judíos; Felipe predica entre los samaritanos. En los Hechos, a estos siete no viene dado un nombre específico,
aunque sí a su actividad: diakonéin (=servir) (6,2).
No tan claramente delimitada aparece la función
de los ancianos (presbiterói) (11,30). En la primitiva iglesia de Jerusalén, estos ancianos aparecen continuamente
en torno a los apóstoles o a Santiago como cabeza de esta iglesia. Participan en las decisiones del Concilio de los Apóstoles
(15, 2 ss.) y son coadjutores de los apóstoles o del pastor de Jerusalén en la administración de la Iglesia primitiva.
Sólo una vez aparecen los profetas (profetái)
(15,32) en lo que respecta a la iglesia de Jerusalén: son Judas (llamado Bársabas) y Silas, que son elegidos y mandados a
Antioquía para que comuniquen a los cristianos las decisiones del concilio de los apóstoles.
Esto muestra que en la Iglesia primitiva, existe
ya una distinción entre miembros de dos categorías: los órdenes de personas consagradas con un rito religioso con especiales
funciones dentro de la comunidad, y la gran masa de fieles.
El evento que crea la unión de los discípulos
de Jesús en una única comunidad, la resurrección, es el elemento base de la fe religiosa de la que vive la Iglesia primitiva
y el centro de la predicación apostólica: debe ser recibido con fe por todos aquellos que quieran adherirse al Evangelio.
Este hecho de la resurrección viene confirmado, corroborado y profundizado con la bajada del Espíritu Santo el día de Pentecostés:
desde este momento, la predicación apostólica adquiere una dirección unívoca y extrema claridad; los apóstoles pondrán de
relieve la decisiva novedad que les separa de la fe de los judíos: esa novedad es que el Resucitado es Jesús de Nazareth,
resucitado por Dios.
Jesús es el Mesías, como lo muestra la
resurrección. La fe en Jesús se muestra a través de varios títulos: el Cristo, que aparece como segundo nombre, junto
a Jesús; el Kyrios (como a Dios), título con el que se dirigen a él en la oración, sobre todo con el Maranathá;
es el Santo y Justo, Siervo de Dios, el Salvador (Sotér). El anuncio de la salvación se llamará evangelium
(de evangelípseszai) cuyo objeto es el mismo Jesús.
La fe de la Iglesia primitiva en la salvación,
que viene únicamente de Jesús, viene subrayada con exclusivismo. Esta salvación consiste en el perdón de los pecados y el
alejamiento del hombre del pecado.
La joven Iglesia está convencida de que es el
Espíritu Santo quien confiere aquella fuerza singular, íntima y sobrenatural, que anima a los fieles, a los apóstoles y a
toda la Iglesia primitiva.
Otros dones que la Redención obrada por Jesús
ha aportado a los fieles de la Iglesia primitiva son la vida (eterna) y la pertenencia al Reino de Dios: en la conciencia
de la Iglesia primitiva, no son realidades aún completas, sino que se cumplirán en la parusía del Señor; por eso, la comunidad
pedirá insistentemente su llegada.
Sobre estas convicciones se construye la vida
religiosa de la comunidad primitiva. No abandona las formas de piedad tradicionales: continúan yendo a orar al Templo, se
conservan las horas, gestos y textos (salmos) del judaísmo. Pero ya existen prácticas de culto autónomas: bautismo.
Los cristianos de Jerusalén "eran perseverantes...
en la fracción del pan" (Hch. 2, 42): celebración eucarística en las casas de los fieles, en el primer día de la semana. Día
de ayuno, viernes (muerte del Señor) y miércoles. Nace la semana cristiana.
La carta de Santiago habla de la unción de enfermos,
confiada a los "ancianos". La actitud religiosa de la comunidad primitiva, está apoyada por un profundo entusiasmo, pronto
al sacrificio, que se exterioriza en una caridad activa (Hch. 4, 32).
CAPITULO IV:
LA SITUACION RELIGIOSA EN EL MUNDO GRECO-ROMANO EN SU ENCUENTRO
CON EL CRISTIANISMO
1.- El ocaso de la antigua religión de Grecia y Roma.
Al final del I siglo a.C. se devalúa el antiguo
politeísmo griego y la específica religión de la antigua Roma. En Grecia influyó negativamente la crítica racionalista de
las divinidades, que se afirmó en las diferentes escuelas filosóficas, especialmente la Stoa y los epicúreos. En vez de los
dioses de Homero había entrado la doctrina monística de la Stoa, que admitía la providencia divina y el logos como "razón
del mundo", que compenetra y ordena todo el universo; pero no aceptaba un dios personal y trascendente. Epicuro creía en un
mundo determinado por las leyes físicas, sin dejar puesto a la mitología ni a un Dios que guiase personalmente el mundo. El
evemerismo trató de explicar históricamente la fe mítica en los dioses, interpretando la figura de cada dios como eminentes
figuras del pasado, a las que poco a poco se fue divinizando: ello contribuyó a deprimir aún más el sentido de divinidad en
el mundo griego. Eran movimientos dentro de la clase culta, pero que influían en el pueblo.
La decadencia de la religión griega clásica fue
agilizada por los desarrollos políticos en el Mediterráneo oriental, al disolverse las ciudades-estado y con ellas sus cultos
religiosos. Las ciudades helenistas de oriente atraían a muchos griegos, con lo que la madre patria se empobrecía de gente,
y muchos santuarios caían en la ruina. Al mismo tiempo, la helenización de oriente trajo consigo un influjo de las religiones
orientales en el culto y las ideas griegas, y viceversa.
En este proceso de disolución se vio envuelta
también la antigua religión romana. Desde la segunda Guerra Púnica se dio una helenización de los cultos romanos, que se expresó
en un aumento de los templos dedicados a divinidades griegas y de sus estatuas en suelo romano. Esta helenización de la religión
tuvo lugar a través de la Magna Grecia (=sur de Italia) y del poderoso influjo de la literatura griega en la romana. El teatro
se encargó de hacer conocer al pueblo la mitología griega; con ello se produjo un retroceso de los antiguos cultos romanos,
retroceso aumentado al entrar en Roma el culto de las divinidades orientales: Cibeles, Mitra, Belona (procedente
de Capadocia) e Isis. La filosofía estoica penetró también entre las clases altas de la sociedad, con su crítica destructiva
de los dioses y su determinismo, hecho que influyó en detrimento, tanto de las prácticas religiosas públicas como de las familiares.
Augusto, una vez alcanzado el fin de asumir en
sí todos los poderes, buscó poner un freno a la decadencia religiosa y moral de su pueblo, reconstruyendo la religión de estado
y una convicción que la sostuviese. Este intento falló, aunque reorganizó los antiguos colegios sacerdotales y restauró los
santuarios y fiestas religiosas casi olvidados. Pero la íntima sustancia religiosa era ya demasiado escasa para que pudiera
calar en el corazón de los romanos.
2.- El culto de los emperadores.
Algo que sí tuvo éxito, y que tendrá hondas repercusiones
para el cristianismo, será la acogida del culto tributado al soberano en las civilizaciones orientales, y el intento de hacer
del culto de los emperadores el pilar de la religión oficial.
Ya Alejandro y sus sucesores, con la aportación
de elementos del culto griego de los héroes y del estoicismo (con su idea sobre la preeminencia del sabio), impusieron honores
cultuales a la monarquía helenista, que pasaron a los Diadocos del Asia anterior, a los Tolomeos de Egipto y a los Seleúcidas,
con títulos como "Sóter", "Epífanes" y "Kyrios". Se afirmó la idea cultual de que el soberano era la manifestación visible
de la divinidad.
En Roma, durante la República, el poder fue venerado
en la diosa Roma, honrada con templos y estatuas.
Augusto empezó por hacerse erigir estatuas y
templos junto con la diosa Roma, en las provincias de Oriente, sin rechazar honores cultuales ofrecidos por ciudades y provincias.
Mientras, en Roma, las formas de este culto debían ser más discretas. Aquí, sólo tras su muerte, el Senado decidió proceder
a su consecratio, o sea, introducirlo entre las divinidades. Ya había recibido el título de Augusto, con resonancias
sacras. En el curso del I siglo a.C., algunos emperadores abandonaron la prudencia de Augusto y pidieron a Roma que se les
tributaran honores divinos estando aún vivos, lo que trajo una cierta devaluación de dicho culto.
3.- Los cultos mistéricos orientales
Conservaron siempre su originario carácter privado,
aunque su influjo fue sensible a todos los estratos de la población del Imperio. Su éxito consistió en la pretensión de dar
al individuo una respuesta sobre su suerte en el más allá, mostrándoles cómo se puede alcanzar la salvación.
Los cultos mistéricos comenzaron a conquistar
el mundo clásico tras las conquistas de Alejandro. Los más prontos a acogerlos fueron los griegos de la costa del Asia Menor,
que los propagaron en Occidente. Estos cultos, por su contenido y forma, no tienen un carácter exclusivo, sino que se compenetran
con las formas de religión helena, formando un cierto sincretismo religioso. Tres son los focos de donde las religiones mistéricas
pasan a Occidente: Egipto, Asia Menor y Persia.
El centro del culto egipcio están Isis y Osiris.
Isis era honrada con una procesión anual, se había convertido en la Magna Dea, que había aportado a la humanidad la civilización
y la cultura. Su marido, Osiris, era el antiguo dios de la vegetación, que muere y resucita con la siembra y la cosecha de
los cereales. En el período tolomaico, Osiris fue suplantado por Serapis, una creación de Tolomeo I, que quería la unidad
religiosa de sus súbditos egipcios y griegos: por ello, Serapis viene asociado a Isis, y recibe características propias de
Zeus y Asclepio.
Asia Menor es la patria del culto a la gran madre
Cibeles, la diosa de la fecundidad. Su culto se difundió en el mundo helenístico, y en 204 se introdujo en Roma. El
amante de Cibeles, Attis, fue venerado junto con ella, dando lugar a un culto mistérico salvaje y orgiástico, con un
cuerpo sacerdotal a su servicio: el de los "Galos". Un culto muy similar es el proveniente de la ciudad de Byblos (Siria),
hacia Atargatis (diosa de la naturaleza) y su esposo Adonis, festejado anualmente con motivo de su muerte y
vuelta a la vida.
Estos tres cultos mistéricos, tan similares (Isis-Osiris,
Cibeles-Attis, Atargatis-Adonis) revelan cómo el sentimiento del hombre antiguo se encontraba dominado por la tragedia de
la muerte y por el deseo de la resurrección, representado en los tres dioses varones. Fue este aspecto, esta respuesta, lo
que hizo que estas religiones tuvieran buena acogida en Roma y Grecia, donde la religión tradicional no ofrecía ninguna respuesta
a estos interrogantes.
Representaciones del más allá dominaban también
el culto mistérico de Mitra, que se manifestó también con mayor fuerza sólo cuando el cristianismo se había consolidado ya
externa e internamente. Este culto tiene su origen en Persia, se perfecciona en Capadocia y se propaga por Oriente y Occidente,
encontrando una extraordinaria acogida en Roma. Se trataba de un culto masculino, cuyos adeptos eran mayoritariamente soldados
romanos. Su figura central era Mitra, dios persa de la luz, el cual rapta un toro puesto bajo la potestad de la luna, y lo
mata por mandato de Apolo. El aspirante debía pasar por siete grado de iniciación hasta ser perfecto discípulo de Mitra. Tenían
gran importancia los banquetes rituales.
4.- La religión popular.
La gran masa de pueblo se dirigía a las esferas
más bajas de la superstición, que siempre habían encontrado una mayor difusión y heterogeneidad.
En la cima estaba la ciencia astrológica, que
daba a las estrellas un determinado influjo sobre el destino humano. Gran importancia tuvo la escuela astrológica de Coo,
fundada en 280 a.C. Gran importancia tuvo el hecho de que la filosofía estoica se pusiera de parte de la astrología, al considerar
el determinismo que pesa sobre el desarrollo del mundo.
Poseidonio dio a la astrología el carácter de
auténtica ciencia, lo que le dio gran consideración, tanto, que emperadores romanos como Tiberio tenían un cuerpo de astrólogos
a su servicio, y otros (Marco Aurelio) hicieron templos-observatorios: los Septizonios. Una gran cantidad de literatura,
dirigida a clases altas y bajas, persuadió a los lectores en la creencia en un destino determinado por las estrellas.
Una vía de salida para el destino dado por las
estrellas era la magia, que por medio de prácticas misteriosas se empeñaba en sujetar el poder de los astros. Estas
formas de superstición venían de oriente, en que se mezclaban instintos primordiales del hombre, angustia, odio, morbo y escalofrío.
La creencia en la magia tiene como presupuesto el fuerte temor de los demonios, que desde el IV siglo a.C. se difundió por
el mundo heleno: el mundo entero estaría lleno de demonios, extraños seres entre los dioses y los hombres, de los cuales son
muchos los que quieren perjudicar al hombre, pero cuyo poder puede venir conjurado con la magia.
Con la magia se conecta la creencia en un significado
misterioso de los sueños, y su interpretación, que llegó a tener gran éxito, sobre todo en Egipto. Dos fenómenos estaban relacionados
con este hecho: la consulta a los oráculos de los templos, y la existencia de una literatura sobre el tema (v.g., los Libri
Sibillini).
General era también la fe en los milagros, sobre
todo en recuperar la salud perdida. Así se explica la gran expansión del culto al dios médico ASCLEPIO, cuyos templos eran
centros de peregrinaciones.
Este panorama ofrecía obstáculos al naciente
cristianismo: era demasiado grande el contraste entre el culto al emperador y a un condenado a muerte; era peligroso hacer
frente al culto de estado; era "absurdo" contraponer las exigencias del Evangelio al desorden moral de las religiones orientales.
Pero también es cierto que facilitó la acogida de la nueva religión el sentido de vacío provocado por la caída de las religiones
tradicionales. El nuevo mensaje podía atraer a los disgustados con lo hasta entonces existente. Pero sobre todo fue el descubrimiento
de una salvación incomparable, lo que trajo la clave del éxito del cristianismo.
CAPITULO V: LA OBRA DEL APÓSTOL PABLO
Eran necesario un terremoto para que el judeo-cristianismo
reconociese que era necesario anunciar al mundo pagano la salvación obrada por Jesucristo: tan fuerte era aún la conciencia
de la elección de los israelitas. La primera aceptación de un pagano en la comunidad de los creyentes, el bautismo del eunuco
etíope, administrado por Felipe (Hch. 8, 26-39) no parece haber causado una toma de posición por parte de la comunidad primitiva.
Sin embargo, fue fortísimo el eco producido por el bautismo del centurión Cornelio y su familia, en Cesarea (Hch. 10, 1-11).
Pedro, que había decidido dar el paso, tuvo que dar cuentas ante la comunidad, y sólo el reclamo a la orden recibida de Dios
hizo que los judeo-cristianos aceptaran lo que había sucedido. Sin embargo, esto no hizo que se siguiera inmediatamente una
mayor actividad misionera entre los gentiles.
El impulso decisivo en esta dirección vino de
un grupo de judeo-cristianos helenistas originarios de Chipre y de la Cirenaica, que abandonaron Jerusalén tras la muerte
de Esteban, dirigiéndose a Antioquía, donde convirtieron a un gran número (Hch. 11, 19 ss.). Esta importante nueva comunidad
puso alerta a la Iglesia de Jerusalén, que mandó a Bernabé a comprobar la situación. Bernabé, procedente de la diáspora judía
de Chipre, estaba libre de prejuicios para poder evaluar: aprobó la acogida de los griegos en la iglesia, y se formó una idea
que tendría consecuencias históricas para el mundo: que en este lugar debería predicar Saulo-Pablo de Tarso, que tras su conversión
a Cristo se había retirado a su patria. La comunidad antioquena se consolidó; sus miembros recibieron, por primera vez, el
nombre de "cristianos" (Hch. 11, 22-26).
1.- El camino religioso del apóstol Pablo.
Pablo era originario de la diáspora judía, natural
de Tarso de Cilicia, ciudadano romano. Para su apostolado será importantísimo el hecho de que durante su juventud hubiera
conocido el mundo helenístico y el griego de la koiné. Su familia era judía observante, con un rigorismo propio de
los fariseos, a los que pertenecía. Pablo vino a Jerusalén, para formarse como doctor de la Ley en la escuela de Gamaliel.
Participó ardientemente en la persecución de los seguidores de Cristo en Jerusalén, participando en la lapidación de Esteban.
El convertirse de perseguidor en ardiente seguidor
de Cristo se debió, según los Hch., a una aparición de Jesús en el camino de Damasco. Tras el bautismo y una breve estancia
en la Arabia nabatea, Pablo comenzó a anunciar en las sinagogas de Damasco y más tarde en Jerusalén el mensaje de su vida:
"Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios" (Hch. 9, 20.22.26-29). En ambos sitios encontró gran oposición, que hizo temer por
su vida; se retiró a Tarso, donde reflexionó sobre la predicación que se sentía llamado a realizar. Tras algunos años de silencio,
volvió a Antioquía, comprendiendo que su acción debía dirigirse a los paganos, los cuales, como los judíos, podían encontrar
su salvación sólo en Jesucristo.
2.- La misión paulina.
Pablo vio ante sí, como campo de misión, el Imperio
Romano, con hombres unificados por una misma cultura y una misma lengua (Koiné). Aún guiado por el Espíritu Santo, hay que
admitir un plan de misión pensado y seguido por él. Sus viajes misioneros vienen preparados en una misión-base: Antioquía,
para el período anterior al Concilio de los Apóstoles, donde fue sostenido por aquella comunidad, llevando como compañeros
y colaboradores a Bernabé y Juan Marcos.
El método misionero paulino partía de las sinagogas
de la ciudad que se tratase, donde se encontraban los judíos de la diáspora, los prosélitos y los temerosos de Dios. La patrulla
misionera fue primero a Chipre, misionando en Salamina; después pasó al Asia Menor (Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra,
Derbe de Licaonia y Perge de Panfilia). Pablo suscitaba irremediablemente la discusión, encontrando acogida o rechazo; la
mayoría de los judíos de la diáspora rechazó el nuevo mensaje, mientras que la mayoría de las conversiones venía de parte
de los prosélitos y de los temerosos de Dios. En la mayoría de las ciudades donde misionaron, surgieron comunidades cristianas,
para las que se nombraron jefes. Este era el plan de Pablo: una vez fundadas comunidades en ciudades de cierta importancia,
deberían ser ellas las que continuaran en el lugar la tarea de evangelización.
Pablo, conforme a su profunda intuición teológica
sobre la liberación del vínculo de la Ley, traída por Cristo como Hijo de Dios, no había impuesto a las comunidades del Asia
Menor, provenientes del paganismo, ni la circuncisión ni la observancia de otras prescripciones rituales judías. Esto trajo
el rechazo de una corriente judeocristiana: los judaizantes, que pretendían que la circuncisión fuera una condición
esencial para la salvación. La gran envergadura que alcanzó el problema, motivó el "Concilio de los Apóstoles", aunque siempre
tendrá que luchar por esta convicción, y los judaizantes tratarán de marginarlo y de arrebatarle el consenso de las comunidades
por él fundadas.
La segunda fase del trabajo de Pablo se desarrolla
en las provincias de Macedonia, Acaya y Asia Proconsular, en el corazón mismo del helenismo. En vez de Bernabé, ahora le acompañará
Silas, y más tarde Timoteo. En Filipos encontraron muy pronto adhesiones, formando un primer núcleo de la que será una comunidad
floreciente. Predica en las sinagogas de Tesalónica, Berea, Atenas y Corinto; en esta última ciudad, Pablo se detiene un año
y medio, convirtiéndose en centro misionero. Serían los años 51-52 o 52-53. De allí pasó a Éfeso, y de Éfeso a Palestina.
En el verano del año 54 Pablo se traslada a Éfeso,
donde morará durante dos años; será su nuevo centro de misión. La comunidad efesia se separó rápidamente de la sinagoga. Pablo
tuvo graves problemas con los vendedores de imágenes de Diana. En Éfeso escribió las cartas a los Gálatas y 1 Corintios. En
el otoño del 57 Pablo marchó a Macedonia y Grecia, después a Tróade y Corintio (donde escribió la carta a los Romanos, anunciando
su intención de visitarlos, después de ir a España). Marcha por tierra a Macedonia, pasa por Tróade, Mileto, y llega a Jerusalén.
Allí le espera un giro crucial para su misión: en el Templo es reconocido por algunos judíos de la diáspora, que intentan
asesinarlo; la guardia romana lo salva, y es trasladado a Cesarea, y de allí a Roma, ya que se había apelado al Cesar: allí,
continúa su labor misionera.
Los Hechos callan sobre la suerte posterior de
Pablo. Muchas razones hacen pensar que su proceso acabó con la absolución, y que pudo realizar su proyecto de viaje a España
(como sugiere la 1 Clem., 5,7), e incluso que volviera al oriente helenístico. Una segunda prisión romana le llevó
al martirio, bajo Nerón.
3.- La organización de las comunidades paulinas.
Las fuentes de que se dispone hacen imposible
al historiador abrazar toda la realidad de la organización de las comunidades paulinas. No hay ningún escrito de estas comunidades
que hable de este tema. Los Hechos no tratan el tema. Las cartas de san Pablo ofrecen sólo algunos datos esporádicos.
La organización es sui generis, no comparable
a los estatutos de una corporación pagana; el orden se basa sobre el fundamento sobrenatural sobre el que la Iglesia sabe
que ha sido fundada, o sea, su Señor, que es quien dirige su Iglesia a través de su Espíritu. Es el Espíritu quien hace crecer
la joven Iglesia, dirige a Pablo en su camino misionero, da éxito a su actividad, crea el orden de la vida comunitaria, se
sirve, como de instrumentos, de algunos miembros de la comunidad que asumen deberes especiales que sirven a este orden y organización.
En este orden, su fundador, Pablo, ocupa un puesto
único, que tiene su última motivación en su inmediata llamada a ser apóstol de las Gentes. El es consciente de tener autoridad
y plenos poderes para ello, tomando decisiones que vinculan a su comunidad; Pablo es para sus comunidades la máxima autoridad
como maestro, como juez y legislador: es el vértice de un orden jerárquico.
En este orden jerárquico aparecen hombres dedicados
a la asistencia de los pobres o a dirigir el culto; a sus disposiciones deben someterse los otros miembros de la comunidad
(1Cor. 6,15 s.) Los que tienen estos cargos son llamados "ancianos, presbíteros", "episcopoi" (=que deben regir la Iglesia
de Dios como pastores con su rebaño, Hch. 20, 17.28). En Filipenses se nombra también a los diáconos.
Junto a los miembros de la jerarquía, se encuentran
en las com. paulinas los carismáticos, cuya función es substancialmente diversa: sus dones, especialmente la profecía y la
glosolalia, son dados directamente por el Espíritu a cada persona. Los carismáticos intervienen en las reuniones cultuales
con sus discursos proféticos y sus acciones de gracias llenas de fervor, infunden entusiasmo a los seguidores de la nueva
fe. Esto trae algunos problemas: algunos llegan a sobrevalorar su propia fe, y Pablo tiene que intervenir (1 Cor.14).
Las comunidades paulinas no se consideran independientes
las unas de las otras; un cierto nexo se había construido ya con la persona de su fundador. Este les había inculcado el fuerte
ligamen que les unía con la comunidad de Jerusalén. Pablo era consciente de que todos los bautizados de todas las iglesias
constituyen el "único Israel de Dios" (Gal. 6, 16), que son miembros de un único cuerpo (1Cor. 12,27), la iglesia formada
por judíos y gentiles (Ef. 2, 13.17).
4.- La vida religiosa en las comunidades paulinas.
La vida religiosa en las comunidades paulinas
tiene su centro en la fe en el Señor glorificado, que confiere tanto a su culto como a su vida religiosa cotidiana la impronta
decisiva. Esto correspondía a la predicación de Pablo, en cuyo centró está y debe estar Cristo. La predicación relativa a
Cristo debe ser aceptada con real fe, de lo que depende la salvación. Esta fe en el Kyrios, incluye el convencimiento de que
en él habita corporalmente la plenitud de la divinidad.
A la comunión de los creyentes en el Señor se
es acogido mediante el bautismo, que hace eficaz la muerte expiatoria que Jesús tomó sobre sí por nuestros pecados (1Cor.
15,3). Con el bautismo se renace a una nueva vida: esta convicción hace que el bautismo tenga un puesto esencial en el culto
del cristianismo paulino.
Los fieles se reunían en "el primer día de la
semana" (Hch. 20,7): se abandona el sábado, se reúnen en sus casas privadas, se produce una separación cultual con el judaísmo.
Se cantan himnos de alabanza y salmos, con los que se expresa la alabanza al Padre en el nombre del Señor Jesucristo (Ef.
5, 18).
Núcleo central del culto es la celebración eucarística,
la cena del Señor. Particulares sobre su celebración no se encuentran en san Pablo: se une a una comida que debe reforzar
la íntima cohesión de los fieles, pero en que infelizmente, en algunas ocasiones, se ostentaba la diferencia social entre
los miembros de la comunidad. La fractio panis se presenta como la real participación del cuerpo y la sangre del Señor,
sacrificio incomparablemente mayor que los del Antiguo Testamento; es prenda de la comunión definitiva con él, que se realizará
en la segunda venida, que es ardientemente deseada como muestra la exclamación de la comunidad en el banquete eucarístico:
Maranà-tha.
La asamblea comunitaria era también la sede en
que se predicaba la salvación: los contenidos de esta predicación era una instrucción sobre lo que los apóstoles habían enseñado
sobre el Crucificado y Resucitado, el deber de los fieles de alabar al Padre, y perseverar en la espera de la vuelta del Señor,
ayudándose mutuamente con la caridad fraterna.
El contacto con el mundo pagano, exigía que las
comunidades nacientes ejercitaran una ascesis y autodisciplina mayores aún que las del judaísmo de la diáspora. Que hubiera
faltas dentro de las comunidades, lo revela el hecho de las continuas amonestaciones de Pablo en sus cartas.
A la muerte del apóstol, en el mundo helenístico
había una red de células cristianas cuya vitalidad aseguró la ulterior propagación de la fe cristiana.
CAPITULO VI:
EL CRISTIANISMO EN EL MUNDO PAGANO FUERA DE LA ESFERA PAULINA.
EL APÓSTOL PEDRO
1.- El cristianismo en el mundo pagano fuera de la esfera paulina.
La labor de los otros misioneros que trabajaron
en oriente y en el Imperio Romano, comparada con la de Pablo, es menos conocida. El mismo Pablo atestigua esta labor cuando
afirma que no quiere edificar sobre los cimientos que otros han edificado (Rom. 15,19). Aún así, Pablo no menciona nombres
de fundadores, ni de ciudades. Los Hechos, sólo accidentalmente, mencionan misiones no paulinas, como cuando Bernabé, tras
separarse de Pablo, fue a Chipre; en Pozzuoli (cerca de Nápoles) existía otra comunidad cristiana, donde se alojó Pablo; así
mismo salieron a su encuentro miembros de la comunidad romana, a su llegada a la Urbe. Otros signos de misiones extrapaulinas:
la 1 Pedro, se dirige a los cristianos del Ponto, de la Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia.
Las lagunas de las fuentes para la historia del
cristianismo en los primerísimos tiempos son particularmente evidentes cuando se buscan noticias sobre la actividad o simplemente
sobre la suerte de los apóstoles (exceptuando Pedro, Juan y Santiago el Menor). Sólo en los siglos II y III se ha buscado
colmar estas lagunas con los llamados hechos apócrifos, que más o menos exactamente, dan noticias de la vida y muerte
de diversos apóstoles. Desde el punto de vista histórico, como fuentes para conocer estos aspectos biográficos de los apóstoles,
los datos que proporcionan son incontrolables. Lo más, sí se puede decir que las noticias de carácter geográfico sobre particulares
provincias o ciudades en que viene colocada la acción de los apóstoles se basan sobre una tradición con fundamento. Sólo en
el caso de Santiago, Pedro y Juan tenemos testimonios de fuentes que permiten adquirir algunas noticias concretas sobre su
actividad.
2.- Estancia y muerte de Pedro en Roma.
Los Hechos cierran su narración sobre la actividad
de Pedro en la comunidad primitiva de Jerusalén con la noticia de que "se encaminó hacia otro sitio" (Hch. 12,17). La tradición
de la estancia y muerte de Pedro en Roma es demasiado fuerte como para poder ser puesta en duda por hipótesis, demasiado débiles,
de algunos autores. Sin embargo, no son posibles afirmaciones concretas sobre las etapas del camino que lo condujo a Roma,
sobre la fecha de su llegada a la Urbe y sobre la duración de su estancia. Lo que es seguro, es su participación en el "concilio"
de los Apóstoles en Jerusalén (poco antes del 50) y su presencia, poco después, en Antioquía (Hch. 15,7).
El fundamento de la tradición romana relativa
a Pedro está constituida por tres testimonios de fuentes, cronológicamente próximas, que, juntas, adquieren el peso de la
certeza histórica. El primer testimonio es de origen romano y se encuentra en la carta de Clemente a los Corintios: Clemente
habla de hechos del pasado reciente, en que los cristianos, por "celos y envidias" fueron perseguidos y lucharon hasta la
muerte. Entre ellos destacan Pedro y Pablo: "Pedro, que por injusta envidia tuvo que soportar no uno, sino muchos trabajos
y después, dejándonos su testimonio de sangre, pasó al lugar que le correspondía en la gloria". Con él sufrió el martirio
un gran número de cristianos, entre ellos también mujeres, disfrazadas de Danaides y Dirces, alusión a la persecución de Nerón,
lo que permite situar la muerte de Pedro en este contexto, fijándola cronológicamente en la mitad de la década de los sesenta.
Sobre el modo y lugar de la ejecución, Clemente no dice nada, presuponiendo, evidentemente, que los lectores conocen los hechos,
que han sido conocidos directamente por él, que pertenece a la misma generación y que vive en el mismo lugar.
Veinte años más tarde llega una carta a Roma,
procedente de Oriente: Ignacio de Antioquía, que más que ninguno podía conocer la suerte de los dos príncipes de los apóstoles,
pide a los fieles de Roma que no le impidan sufrir el martirio, que debería sufrir en Roma; usa una frase llena de respeto:
"No os mando, como Pedro y Pablo": deja entender que éstos habían tenido dentro de la comunidad romana un puesto de autoridad,
y que su presencia no fue ocasional.
El tercer testimonio, contemporáneo del anterior,
es la Ascensio Isaiae, cuya reelaboración cristiana se pone alrededor del año 100, y expresa en estilo profético el
anuncio de que la obra de los doce apóstoles será perseguida por Beliar, asesino de su propia madre (=Nerón), y que uno de
los doce caerá en sus manos. Esta declaración profética viene aclarada por un fragmento del Apocalipsis de Pedro, de
principios del s. II, que dice: "A ti, Pedro, he revelado y expuesto todo. Ve por tanto a la ciudad de la fornicación y bebe
el cáliz que te he anunciado". A estos tres testimonios hay que añadir otros dos: El redactor del capítulo último del Evangelio
de Juan alude claramente al martirio de Pedro y conoce su crucifixión (Jn. 21,18s.) pero calla sobre el lugar de su martirio.
Se alude a Roma en la 1ª epístola de Pedro, como lugar de su residencia, cuando se alude a Babilonia.
La tradición romana de Pedro no fue nunca contestada
a lo largo del siglo II, y está comprobada en gran cantidad de fuentes, de origen muy diverso (Dionisio de Corinto, Ireneo
de Lyon, Tertuliano...) Pero aún más importante es que esta tradición no haya sido reivindicada por ninguna otra iglesia cristiana,
ni puesta en duda por nadie. Este aspecto es algo decisivo.
3.- La tumba de Pedro.
Las cosas se complican cuando se quiere precisar
el lugar de la tumba del apóstol. Junto a las fuentes literarias, aquí aparece con mayor peso las fuentes arqueológicas.
En el curso del tiempo, en Roma la tradición
sobre el lugar de la tumba se había dividido. La indicación de la colina vaticana como lugar del martirio de Pedro, según
los Annales de Tácito sobre la persecución neroniana, junto con la afirmación de la primera carta de Clemente, viene
ampliada por el testimonio de Gayo, miembro culto de la iglesia romana bajo el papa Ceferino (199-217): Gayo se encontró implicado
en una controversia con Proclo, jefe de la comunidad montanista de Roma. Se trataba de aducir, como prueba de las propias
tradiciones apostólicas, la existencia en Roma de las tumbas de los apóstoles. Gayo dice: "Yo puedo aducir los tropaia
de los apóstoles; en efecto, si quieres ir al Vaticano o a la vía Ostiense, encontrarás allí las tumbas gloriosas de los han
fundado esta iglesia". Hacia el 200, por lo tanto, existía la persuasión de que la tumba de Pedro estuviese en el Vaticano.
En el calendario festivo romano del año 354,
que se debe completar con el Martyrologium Hieronymianum (después del 341), se encuentra la noticia de que en el año
258, el 29 de junio, se celebraba la memoria de san Pedro en el Vaticano, y la de san Pablo en la vía Ostiense y la de ambos
in catacumbas. Hacia el 260 existía sobre la vía Apia, bajo la más tardía basílica de san Sebastián (que en el siglo
IV todavía se llamaba ecclesia apostolorum) un lugar dedicado al culto de los príncipes de los apóstoles. Un Carmen
sepulcral compuesto por el papa san Dámaso, dice que allí habían "habitado" los dos apóstoles, y esto quiere decir que allí,
en un tiempo, estuvieron sepultados los dos apóstoles. Excavaciones efectuadas en 1917 prueban la existencia, hacia el 260,
de un tal lugar de culto, donde los apóstoles venían honrados con refrigeria, como lo atestiguan numerosos grafitti
conservados sobre las paredes del ambiente de culto, aunque no se encontró ninguna tumba en que pudieran estar sepultados
los apóstoles. Dos hipótesis:
Que los apóstoles fueron sepultados allí, y sus
cuerpos habrían sido trasladados al Vaticano y a la Ostiense con motivo de la construcción de las basílicas constantinianas.
Que los cuerpos de los apóstoles fueran traídos
a este lugar durante la persecución de Valeriano, y que allí permanecieran hasta la construcción de las basílicas.
Las importantísimas excavaciones realizadas en
los años 1940-1949 bajo la actual basílica de san Pedro, han llevado sobre todo al descubrimiento de una grandiosa necrópolis,
en que se abría una calle sepulcral ascendente en dirección oeste y a través de la cual se llegaba a varios mausoleos, muchos
de ellos ricos en obras de arte. De éstos sólo uno es netamente cristiano, con mosaicos muy antiguos, entre ellos uno de Cristo-Helios.
Los mausoleos surgieron en un período entre los años 130-200, aunque las deposiciones de cuerpos en la zona este es más antigua.
En la zona inmediatamente bajo y ante la confesión
de san Pedro, se encontró un sepulcro descubierto de alrededor de 7x4 metros (el sepulcro P), anterior a la basílica
constantiniana. Este estaba cerrado hacia el oeste por un muro rojo levantado hacia el 160. Sobre la pared oriental de este
muro hay un doble nicho, con dos pequeñas columnas a los lados. Es fácil reconocer que nos encontramos ante una "edicola"
sepulcral no muy rica, pero que fue considerada por los constructores de la basílica constantiniana como el monumento hacia
el cual la nueva basílica debía ser orientada. En el margen inferior del muro se encontró un nicho con huesos pertenecientes
a un hombre anciano.
Algunas dificultades, aún no resueltas, hacen
que no sea posible por el momento acoger la tesis de que las excavaciones hayan seguramente dado como resultado encontrar
la tumba de Pedro o su lugar originario. Sin embargo, estas excavaciones han dado resultados muy importantes: los restos del
tropaion de Gayo han sido encontrados, y ciertamente los cristianos que lo hicieron suponían la tumba del apóstol en
la colina Vaticana, convencimiento con el que también trabajaron los constructores de la basílica constantiniana. Un gran
enigma, no resuelto, es el del lugar de culto de los apóstoles en la vía Appia.
CAPITULO VII: EL CRISTIANISMO EN LOS ESCRITOS JOANEOS
Recorriendo la historia del cristianismo en el
primer siglo, al final, se encuentra un grupo de escritos que muy pronto la tradición ha atribuido al apóstol Juan, hijo del
Zebedeo y hermano pequeño de Santiago el Mayor. Estos escritos comprenden un Evangelio, una carta larga de exhortación, dos
cartas más breves y un Apocalipsis: ofrecen un panorama del cristianismo que representa en su desarrollo un estadio de por
sí. Aquí se trata de poner de relieve aquellos rasgos que son relevantes para la historia eclesiástica, sobre todo dos: la
imagen de Cristo en el cuarto evangelio y la imagen de la Iglesia en el Apocalipsis.
Aunque la cuestión relativa al autor no ha podido
encontrar hasta ahora una solución universalmente aceptada, existen dificultades para considerar que el Evangelio y el Apocalipsis
sean, en su forma actual, obra de un mismo autor; se los puede situar al final del siglo I, en las comunidades cristianas
de la costa occidental del Asia Menor. En este tiempo, la figura dominante en esta región es el apóstol Juan, por lo que estos
escritos llevan seguramente su espíritu, aunque puedan haber recibido su forma definitiva de manos de un discípulo. El Evangelio
debía existir ya hacia el año 100, porque probablemente Ignacio de Antioquía lo conocía, y un fragmento de papiro con Jn.
18, 31ss., datado hacia el 130, así lo postula. Más o menos del mismo período es la 1 Juan, como lo demuestra la utilización
por Papías y el hecho de que la cite Policarpo de Esmirna en su carta a los filipenses. El Apocalipsis, según Ireneo, se habría
escrito en los últimos años del emperador. Domiciano; y ciertamente, las cartas a las iglesias hacen pensar en un desarrollo
de las comunidades, impensable antes del año 70
El fin de Juan, al escribir su Evangelio es éste:
"Estos signos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida
en su nombre" (20,31). El Evangelio, según su contenido, puede ir dirigido a cristianos, y así se podría leer como un profundizar
en la fe en el Mesías y en su condición de Hijo de Dios (los caps. 13-17 parecen dirigidos a personas que no tienen ninguna
duda sobre Jesús como Mesías); o bien, iría dirigido a los ambientes en que se ponía en duda tal mesianidad, sobre todo a
los judíos de la diáspora, entre lo cuales había quienes decían que el Mesías era Juan el Bautista, por lo que en el Evangelio
adquiere gran importancia el testimonio de éste.
Sean unos u otros los destinatarios del Evangelio,
Juan busca transmitirles una idea de Cristo de singular profundidad y grandeza, cuando lo anuncia como el Logos existente
desde toda la eternidad, de naturaleza divina, que desde su preexistencia se ha encarnado en este mundo (cf. prólogo, que
podría ser un himno de alguna comunidad cristiana del Asia Menor).
Con esta imagen de Cristo como Logos, el evangelista
da a entender una clara conciencia de la misión universal del cristianismo, de su carácter de religión universal. Esto se
ve más claramente a la hora de hablar de la muerte de Jesús, como salvación para todos los hombres.
Junto a esta imagen de Cristo, aparece una imagen
de la Iglesia en los escritos joáneos que ofrece nuevos aspectos: el Evangelio no deja ninguna duda sobre el hecho de que
mediante un acto sacramental se es acogido en la comunidad de los que consiguen la vida eterna creyendo en Jesús: "Si uno
no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios" (3,5). El Espíritu que el Señor exaltado mandará, obrará
un renacimiento y comunicará la nueva vida divina. Los bautizados constituyen la sociedad de aquellos que tienen la recta
fe y que son purificados por la sangre de Jesús. De la comunión con éstos son excluidos los "anticristos", porque no confiesan
verazmente a Cristo y no observan el amor fraterno. Sólo en esta comunidad se hace uno partícipe de la Eucaristía, que junto
con el Bautismo es la fuente de la vida que da el Espíritu.
En la idea del evangelista, la Iglesia está llamada,
en medio de un mundo hostil, a dar testimonio del Resucitado y de la salvación que él ha traído; esto significa la lucha con
este mundo, y en esto consiste el verdadero martyrium: la iglesia es una iglesia de mártires. Esta es una imagen típica
del Apocalipsis, que trata de fortificar la lucha de los que viven en la tierra su condición de cristianos, con la imagen
de los que murieron en la lucha, "despreciando su vida hasta morir" y vencieron a Satanás "por medio de la sangre del Cordero
y gracias al testimonio de su martirio" (12,11). Se cierra así el arco entre la iglesia del cielo y la de la tierra, que como
esposa del Cordero, va en camino hacia las bodas. Cuando haya alcanzado la meta de su peregrinación, ésta continuará viviendo
como nueva Jerusalén en el reino de Dios del fin de los tiempos. Es ésta una imagen de Iglesia destinada, como mensaje de
ánimo, a los cristianos de finales del siglo I, que vivían bajo la pesadilla de la persecución de Domiciano.
CAPITULO VIII: CONFLICTO ENTRE CRISTIANISMO Y PODER ESTATAL.
Las comunidades cristianas, por su imperativo
de mantenerse apartadas de los cultos paganos, debían, antes o después, atraer sobre sí la atención de la sociedad. Pero esta
atención fue desde el principio negativa, hostil, algo llamativo si tenemos en cuenta el éxito popular que obtenían los cultos
orientales que se expandían por el Imperio. Los motivos, por lo tanto, que están en el origen de la persecución contra el
cristianismo, se encuentran en esta misma religión, el principal de los cuales es la pretensión absoluta que lleva dentro
de sí. Era la primera vez en el Imperio Romano que se presentaba una religión que consideraba a su Dios, no uno entre los
demás, sino como el único Dios del mundo y su único Redentor; junto a este culto no podía existir ningún otro. Ya que de esta
religión se derivaban consecuencias para la vida práctica cotidiana, poco a poco los cristianos fueron apareciendo al mundo
pagano como enemigos declarados de toda la vida civil antigua, que tenía una impronta religiosa. Esta atmósfera hostil fue
alimentada por el judaísmo de la diáspora, que no podía perdonar a los judeo-cristianos la apostasía de la fe de sus padres.
La segregación de los cristianos daba auge a los rumores sobre degeneraciones y aberraciones de su culto, y sobre su fama
como gentuza.
Los cristianos vivieron todo esto como una injusticia,
aunque también parece que no llegaron a comprender que sus características religiosas ofrecían algún motivo para la persecución.
La mayor parte de las fuentes cristianas ofrecen este panorama. Falta un estudio desde el punto de vista pagano. De hecho,
la historiografía cristiana ha hecho que se vea el fenómeno de la persecución reducido a una parte, la pagana, cruel, brutal,
castigada por Dios, y la cristiana como los elegidos y justos que por su constancia merecen la corona del cielo. La visión
de un Lactancio o de un Eusebio han dominado el cuadro de las persecuciones contra los cristianos.
Hay que tener en cuenta, en primer lugar, que
es inadmisible ver en cada emperador o gobernador romano en cuyo período se hayan dado persecuciones, a un hombre de ciego
furor que los haya perseguido sólo a causa de su fe: hay que examinar caso por caso. En segundo lugar, la iniciativa de las
represalias contra los cristianos no venía, generalmente, de la autoridad estatal: era algo contrario a los principios fundamentales
de la política religiosa romana el perseguir a los seguidores de un movimiento religioso sólo por motivo de su confesión.
El culto a los emperadores, nacido bajo Augusto,
se fue desarrollando muy poco a poco: por ello, no se puede aducir esta razón como motivo general de las persecuciones contra
los cristianos en el siglo I; sólo en algunos casos, como Nerón o Domiciano, que llevaron adelante exageradamente algunas
prerrogativas del culto imperial, se dieron algunos desórdenes, que no pueden ser achacados sólo a los cristianos.
Fue a causa de enfrentamientos entre judíos y
cristianos, o entre cristianos y población pagana por lo que las autoridades se fijaron en el nuevo movimiento religioso,
debiendo intervenir para controlar los tumultos. Poco a poco, las autoridades se fueron convenciendo de que la paz religiosa
gozada hasta entonces estaba amenazada por el cristianismo, y que por lo tanto constituían una amenaza para la política religiosa
llevada hasta entonces adelante. Así, sucesivamente se persuadieron de que los cristianos rechazaban de plano la religión
de estado, y que por lo tanto se ponía en peligro, según su óptica, el mismo estado romano. Por todo ello, el poder estatal
puede ser citado en las persecuciones con un carácter restringido.
En primer lugar se encuentra el totalitarismo
de la religión cristiana, y en segundo la actitud hostil del paganismo. Sólo en el III siglo, cuando el estado romano llegue
a ver en el cristianismo una fuerza que mina su existencia, será cuando el conflicto entre cristianismo y estado se convierta
en una oposición de principio. Ello no quita que los mártires cristianos confesaran con gran heroísmo su fe y sostuvieran
en todo tiempo y frente a cualquier poder terreno la libertad de decisión de la conciencia en campo religioso.
1.- Las persecuciones bajo Nerón y Domiciano.
El primer caso documentado de que la autoridad
estatal romana haya debido ocuparse de un cristiano, ha sido el del apóstol Pablo, que en el año 59, ante el procurador Porcio
Festo, valiéndose de la propia ciudadanía romana se apeló al Cesar y fue trasladado a Roma.
Sin embargo, en tiempos recientes se ha creído
encontrar indicios de una toma de posición del estado romano contra los cristianos, que se remontaría a los primeros años
del emperador Claudio: se trata de un papiro, una carta encontrada en 1920, que respondía a una doble delegación judía (¿y
griega?) de Alejandría. Prohibe a los judíos de Alejandría que introduzcan gente en el campo, proveniente de Siria o Egipto,
"porque lo obligarían a actuar contra ellos, porque difundirían una especie de epidemia en todo el universo". Bajo esta epidemia
se ha querido ver la religión cristiana, que venía entonces propagada en Egipto y en todo el Imperio. Sin embargo, no es necesario
hacer esta interpretación, sino que es más fácil ver una alusión a las continuas contiendas entre los judíos alejandrinos.
Es inverosímil que en un momento así los alejandrinos llevaran una embajada a Roma para protestar contra el cristianismo.
Más segura, en relación con el cristianismo en
Roma, es una medida adoptada por el mismo emperador, referida por Suetonio y Dión Casio: Claudio habría mandado expulsar a
los judíos de Roma a causa de los litigios surgidos entre ellos "a causa de un cierto Chrestos". Una identificación con Cristo
es evidente. Por esta expulsión salieron de Roma Aquila y Priscila, que se fueron a Corinto, donde acogieron a Pablo (Hch.
18, 2-4).
El más antiguo ejemplo de persecución de los
seguidores de la fe cristiana es la que se abatió sobre ellos en conexión con el incendio de Roma bajo Nerón, en el año 64.
Tacito nos informa de estos hechos en los Annales. Entre la población corría el rumor de que el emperador era el causante
del incendio que devastó Roma la noche del 16 de julio del 64. Para librarse de la sospecha, hizo recaer las culpas sobre
los cristianos. Estos fueron arrestados en gran número y fueron ajusticiados con los sistemas en uso contra los incendiarios:
arrojados a los perros o quemados vivos. Para Tácito no existe la menor duda de que fueran inocentes, aunque no existe tampoco
compasión por ellos. Este testimonio nos hace ver que en la década de los setenta los cristianos en Roma no eran un grupito,
sino una ingens multitudo. A esta persecución se refieren los escritos de Clemente Romano, aludiendo también a que
en esta persecución cayeron Pedro y Pablo (aunque queda abierta la discusión sobre si su muerte se produjo en el año 64).
Lactancio es el único que afirma que la persecución
de Nerón no se redujo sólo a Roma, sino a todo el Imperio: esto es improbable, porque es el único que lo dice, y además porque
no estaba precisamente informado de lo ocurrido bajo Nerón. Sin embargo, es verdad que Tertuliano, hablando de la persecución
neroniana, dice que la proscripción del nombre cristiano era el único institutum neronianum que no había sido anulado
tras su muerte. En esto se apoyan los que afirman que Nerón promulgó un edicto de persecución general. Sin embargo, es algo
más que improbable, por el silencio de las fuentes, que deberían haber conservado alguna memoria, sobre todo en Oriente, y
sobre todo porque ninguna actuación estatal posterior contra el cristianismo hace memoria de esta disposición. Sin embargo,
sí es cierto que popularmente se difundió el conectar la idea de cristianos con la persecución neroniana en Roma.
Más parcas son las noticias sobre la persecución
de Domiciano, aunque es indudable su realidad. Existe sobre todo el testimonio de un hombre muy próximo a los hechos, Melitón
de Sardes, el cual, en su Apología dirigida al emperador. Marco Aurelio, pone junto a Nerón, como enemigo del nombre cristiano,
a Domiciano. Junto a esto hay que situar las palabras de Clemente en su primera carta a los Corintios, en que dice que no
les ha escrito antes por las calamidades y adversidades vividas por los cristianos, lo que se refiere a una acción del emperador
contra los cristianos. Alusiones de escritores no cristianos pueden confirmar los hechos (Epícteto, Plinio el Joven, Dión
Casio1), así como algunos pasajes del Apocalipsis.
Sobre la extensión de la persecución y sobre
algunas víctimas concretas, hay pocos datos concretos: Flavio Clemente y Domitila, Acilio Glabrión (cónsul)...
2.- Los procesos a los cristianos bajo Trajano y Adriano.
Sobre la situación jurídica de los cristianos
bajo Trajano (98-117) no sabríamos nada si tuviéramos que contar sólo con fuentes cristianas. La petición oficial de un gobernador
de la provincia de Bitinia al emperador, de instrucciones sobre cómo tratar a los cristianos en determinados casos límite,
nos hace saber que en esta provincia del Asia Menor muchos cristianos fueron denunciados ante la administración estatal como
cristianos, llamados a juicio, interrogados y condenados a muerte. Además de la respuesta del emperador al gobernador, el
carteo de Trajano con Plinio el Joven nos da una idea de cómo estaban las cosas a principios del siglo II.
Plinio empezó su cargo de gobernador en el año
111 o 112. Allí se encuentra con que el cristianismo se ha difundido tanto en las ciudades como en el campo, entre gente de
toda edad y condición social. El problema es que muchos de estos cristianos no se atenían a una orden imperial que prohibía
las hetaeriae, sodalicios (=cofradías, corporaciones) no reconocidos por el estado, ni sus reuniones.
Estos cristianos fueron denunciados al gobernador.
Plinio empezó a interrogarlos, preguntándoles si eran cristianos; les intimaba después a apostatar, bajo pena de muerte: si
éstos persistían,, eran enviados al suplicio, exceptuando los que eran ciudadanos romanos, que eran trasladados a Roma. Lo
que llevó al gobernador a pedir instrucciones fue el hecho de constatar que muchas denuncias estaban dictadas por venganzas
personales. Una cosa resulta clara en esta carta: Plinio no conoce una ley que pueda servirle de norma contra los cristianos.
Su dilema es: para la persecución, ¿es suficiente probar que son cristianos, o bien que hay otros delitos?
La respuesta de Trajano deja ver que, efectivamente,
no existía ninguna ley universal al respecto: la situación actual es tal, a juicio del emperador, que no conviene establecer
ninguna disposición general al respecto. La solución al problema: no se busque a los cristianos ni se admita ninguna denuncia
anónima. Quien es denunciado oficialmente como cristiano, debe ser interrogado: quien lo niega (aunque lo sea) no será castigado;
quien lo afirme, es castigado. Por tanto, el simple hecho de ser cristiano es motivo para ser perseguido.
Por tanto, las palabras de Trajano dejan ver
que él ve la cosa como natural, dada la opinión pública sobre los cristianos. Se ha creado, desde Nerón, la conciencia de
que no es lícito ser cristianos. Y es obvio que lo que se dice en la carta de Trajano va contra los principios del derecho
penal romano.
Sobre los efectos de la carta de Trajano las
fuentes dan poquísimas noticias. De esta época sólo se conocen dos mártires: el obispo Simeón de Jerusalén, crucificado cuando
contaba con 120 años de edad, e Ignacio de Antioquía, trasladado a Roma, como ciudadano romano, y allí martirizado, siendo
todavía Trajano emperador.
Bajo Adriano (117-136) de nuevo un gobernador
se dirige a él para pedirle instrucciones. Se trata del procónsul de la provincia del Asia Proconsular, Getulio Serenio Graniano;
su carta se ha perdido, pero sí conocemos la carta de Adriano a su sucesor, Minucio Fundano, que se encuentra en la Apología
de san Justino. Adriano es más duro que su antecesor contra las denuncias anónimas: sólo si uno responde con su nombre de
la denuncia, el cristiano debe ser procesado, y sólo si alguno puede probar que los denunciados han transgredido las leyes,
el gobernador puede pronunciar la condena, según la gravedad del reato.
En realidad, y según la interpretación de Justino,
la postura de Adriano supuso una mejora para los cristianos, ya que sólo podían ser castigados si se comprobaba que habían
transgredido las leyes del estado. En efecto, Adriano no descarta que se pueda acusar a uno de ser cristiano, pero para que
se le condene, se exige que se pruebe un delito contra una ley romana.
El principio de que el solo hecho de ser cristiano
fuera perseguible siguió vigente durante el siglo II, como lo demuestran algunos martirios bajo Antonino Pío (138-161): datos
en la Apología de Justino, en el Pastor de Hermas, actas del martirio de san Policarpo.
Conclusión: durante el siglo II no existe una
ley que regule, con disciplina uniforme en todo el Imperio, la conducta del estado romano hacia los cristianos. La hostilidad
del pueblo contra los cristianos forma la idea de que ser cristiano sea inconciliable con los usos del imperio romano, y esta
idea da origen a una máxima jurídica que hace posible que las autoridades castiguen el ser cristiano. Las persecuciones que
se derivan son sólo locales y esporádicas, y se dirigen contra individuos. Son provocadas por tumultos populares que obligan
a la autoridad a intervenir. El número de las víctimas es relativamente bajo.
CAPITULO IX: LA SITUACIÓN DEL CRISTIANISMO BAJO LOS EMPERADORES MARCO AURELIO Y CÓMODO.
EL “MARTYRIUM” DE LAS IGLESIAS DE LYÓN Y VIENNE.
Ya en la primera apologética cristiana se atribuyó
al emperador Marco Aurelio (161-180) un edicto favorable a los cristianos, quitando las partes de leyenda que se puedan atribuir,
para explicar su protección lo cierto es que su cercanía al estoicismo, pudo ser la verdadera razón a esta mitigación de las
leyes anteriores, pues de sus escritos se desprende, con certeza, el desprecio que sentía hacia esta religión dado que consideraba
el sacrificio de sus propias vidas, me refiero a los cristianos, una ilusión falsa y necia.
En el 176-77 emite un escrito, donde deja claro,
que no está dispuesto a poner en peligro la religión de estado por causa de iluminados de diversas religiones.
Lo que si parece cierto, es el constante saqueo,
al que somete las propiedades de los cristianos en todas partes y es por ello, que algunos autores cristianos famosos del
tiempo, se quejan al emperador como demuestra el caso de Melitón de Sardes o Atenágoras
Por está época, se dan algunos de los martirios
más significativos de todo este periodo, caso de Justino entre los años 163-67, debido a las intrigas del filósofo Crescente.
Multitud de martirios quedaron certificados en
esta época.
Pero si duda, el caso más significativo de este
periodo es la persecución en Liyon y Vienne en las Galias. Eusebio de Cesarea recoge la carta del relato casi intacta en su
obra de Historia de la Iglesia.
Una parte de esta iglesia procedían de oriente.
También había sujetos de clases inferiores, como esclavos, artesanos etc., pero de una intensa vida espiritual.
En el verano del 177 se habían reunido en Lyón
representantes de todas las Gálias, para las fiestas del culto imperial . En este preciso momento estallo un furor, en contra
de los cristianos a los que como en otras partes del imperio se les acusaba de ateísmo etc.
Conducidos a la plaza mayor fueron abucheados
y de allí conducidos a la cárcel, para ser juzgados por el legado imperial . Esclavos al servicios de sus señores cristianos,
por afán de lucro, los acusaron de las mayores atrocidades.
Fontino, viejo obispo de la ciudad, tras los
tratos brutales que le dieron, expiro en la cárcel. Los demás fueron echados las fieras. Todos se mostraron constantes en
su intención aplicándose el castigo impuesto en la ley, para los que no renegaban de sus religión de modo que todos también
Attalo noble romano, fueron conducidos a la muerte.
Bajo Marco Aurelio, muchos cristianos fueron
condenados a trabajos en las minas, como castigo por su pertenecía y perseverancia en está religión.
No cabe duda que a la agudización de las persecuciones
se debió, en gran parte, al malestar generalizado de las gentes contra el imperio, eran acosados por las guerras que mantenía
el emperador contra los bárbaros; a esto, añadamos las catástrofes naturales y la peste. Todo ello, hace que la gente se descargue
contra los cristianos, como forma de atribuir los males y para saciar su ansiedad.
Desde dentro, las luchas contra los paganos,
el excesivo afán de martirio de los montanistas, y la vida misma separada que mantenían los cristianos, del resto del mundo,
sin duda atrajo, la ira de las gentes .
1.- BAJO CÓMODO.
Este emperador, resulto más bien favorable, debido
a la influencia de su esposa Marcia, que mantenía como amistades a algunos cristianos influyentes.
Los pocos martirios en este mandato se deben
alas legislaciones anteriores, caso de los mártires de la ciudad africana de Ccillium de la que se puede decir es la primera
documentación latina conservada de origen cristiano .
LECTURAS PARA EL SEGUNDO DÍA:
DESDE PÁGINA 14, HASTA PÁGINA 30.
CAPÍTULO X:
LA REVOLUCIÓN CONSTANTINIANA
I. Una mirada complexiva
1. Una batalla decisiva
Para afrontar nuestro estudio partimos
de una fecha, el 312, año de la victoria sobre Majencio en la batalla de Puente Milvio21. Justo antes de la batalla, en los escudos de todos los soldados, hace imprimir el anagrama de Cristo: la P
y la X entrelazadas. El signo es un preludio del favor con que trataría Constantino a la Iglesia. De hecho es éste
el evento con el que suele hacerse iniciar el imperio romano-cristiano; está como en la base del profundo cambio.
Era el año 305 cuando Diocleciano
abdica, obligando a hacer lo mismo a su colega Maximiano Hércules. Inmediatamente Galerio y Constancio Cloro toman sus puestos
en Oriente y Occidente, siendo proclamados como césares Maximino Daia en Oriente y Valerio Severo en Occidente. Cuando muere
Constancio Cloro en Bretaña, el ejército aclama como nuevo augusto a su hijo Constantino. Era el año 306. La Galia
e Hispania eran sus dominios. Del otro lado estaba Majencio —hijo de Maximiano Hércules—, quien instiga contra
Severo y acaba siendo proclamado en Roma, en el 306, por los pretorianos. La victoria de Majencio sobre Severo hace que en
unos años queden como dueños de Occidente Constantino y Majencio —la Galia e Hispania eran de Constantino, mientras
que Italia y África eran de Majencio—. En Occidente habían cesado las persecuciones con Constancio Cloro. Ahora su hijo
continúa esta misma tolerancia, lo cual también hace Majencio.
En Oriente, Galerio y su colaborador
Maximino Daia, continúan con una persecución fanática. En el Ilírico se apaciguó algo la persecución cuando Galerio puso como
sucesor de Severo a Licinio. La resistencia y consolidación del cristianismo hacen reconocer a Galerio su fracaso en la persecución.
Políticamente ve que el Imperio se va convirtiendo en una anarquía; por otra parte, una cruel enfermedad lo va consumiendo.
Se pone de acuerdo con los árbitros de Occidente, Constantino y Majencio, y publican en el 311 el primer edicto de tolerancia,
pidiendo el propio Galerio a los cristianos que orasen por él.
2. Dueño de Occidente
Constantino, viendo cómo el sistema
de la tetrarquía se demuestra ineficaz para el gobierno de un Imperio que se precipita a la ruina —no sólo veía cómo
Maximiano y Majencio iban contra él, sino que en Oriente estaban enfrentados, a la muerte de Galerio, Maximino Daia y Licinio—,
se prepara para ser emperador único. Gran genio político, va preparando el terreno con una propaganda que asocia su nombre
al del dios sol, legitimando así su pretensión a ser único emperador: el dios solar ilumina, él solo, a todo el universo.
Con esta propaganda se aproxima a Italia22. Maximiano —cuya hija, Fausta, estaba casada con Constantino—, al ver que Constantino va contra él, se
suicida. Majencio se encontraba envalentonado en Roma después de sus recientes victorias en África, dejando pasar tiempo para
que las tropas de Constantino se fueran desgastando. Sin embargo, Constantino tenía prisa por obligarle a presentar batalla.
Por fin se encuentran los dos y vence Constantino. Es el año 312. Constantino vence con el crismón en el escudo de sus soldados.
Tres años después se construye
el Arco de Constantino, en el cual figura esta batalla principal. En él figura una inscripción que dice: «Constantino venció
por ayuda divina». La frase es, desde luego, ambigua y diplomática: ¿a qué divinidad hace referencia? No dice nada del Dios
cristiano. Tiene su lógica, teniendo en cuenta que de frente tiene toda la tradición pagana romana. Sin embargo, Constantino
reconoce que ha vencido gracias al Dios cristiano. Al menos, que Constantino hubiera dado en seguida el nombre preciso de
Cristo a la divinidad de Puente Milvio, fue escrito bien pronto por los cristianos.
Lactancio, preceptor del hijo de
Constantino, Crispo, refiere cómo Constantino tuvo por la noche una visión y en ella recibió la orden de grabar sobre los
escudos de los soldados el crismón y dar inmediatamente la batalla. Eusebio, en un primer momento —poco después de estos
sucesos, en su Historia eclesiástica—, nos dice que Constantino acudió a Dios en esos momentos de apuro. Sin
embargo, en su Vida de Constantino da más detalles: presenta todas las circunstancias de una visión diurna, algunas
semanas antes de la batalla, en que se le aparece una cruz luminosa en el cielo.
Sea como fuere, Constantino favorecerá
a la Iglesia, a partir de este momento, de una manera excepcional. En febrero del 313, ya único emperador de Occidente, se
encuentra en Milán con su colega oriental, Licinio. Allí discuten sobre el futuro del Imperio. Algunos dicen que allí nació
el “edicto de Milán” o edicto de tolerancia, según el cual los cristianos podrían profesar libremente su fe. No
tenemos este documento, entre otras razones porque esa tolerancia ya era efectiva en Occidente —no olvidemos la benevolencia
mostrada por Constancio Cloro hacia los cristianos, a los que verdaderamente estimaba—; pero sí sabemos que Licinio,
ya de vuelta a Oriente, derrota en pocos meses a Maximino Daia y, al poco tiempo, emana un rescripto —nos queda noticia
del enviado al prefecto de Bitinia— donde confirma la tolerancia religiosa concedida por Galerio; se pone fin a la persecución
en Oriente. Y esto lo hace en su nombre y en nombre de Constantino23. Es un edicto de tolerancia, es decir, se da libertad de culto a los cristianos; se permite ser cristiano, no se obliga
a serlo. La finalidad, seguramente, es que el Estado esté seguro, que no tenga problemas.
3. Emperador único
El verdadero Edicto de Milán
no parece que exista, aunque sí en la sustancia. De hecho, el verdadero edicto había sido el de Galerio. Justo después de
la conversación con Licinio, Constantino desarrolla una política de favorecimiento a la Iglesia, si bien su colega oriental,
con el tiempo, hará todo lo contrario, quizás para provocar un contraste, poniendo así unas bases religiosas distintas. Es
cierto que, pagano como era, Licinio no podía soportar el auge creciente que tenía el cristianismo, llegando a celebrar sínodos
en Ancira y en Neocesarea. Pronto se desencadó una auténtica y cruel persecución en Oriente. Constantino, queriendo conservar
a todo trance la paz religiosa, le dio batalla y lo venció en Adrianópolis en el 324. Constantino quedó dueño único de todo
el Imperio, cumpliéndose así su sueño de unidad imperial. Su favor hacia los cristianos reúne niveles de extrema importancia
histórica.
Es necesario prestar una atención
rápida a los acontecimientos constantinianos que más se entrelazaron con la vida de la Iglesia, transformándola profundamente
en su disposición exterior —jerarquía, clero, lugares de culto, relaciones con el Estado—, mas también en las
posibilidades de crecimiento sobre el plano teológico —luchas contra las herejías, concilios, escuelas doctrinales—
y espiritual —vida consagrada, monacato, difusión de una moralidad nueva—. Ante tal cambio del rostro de la civilización
está la figura misma de Constantino, que pasa a ocupar un relieve excepcional en la historiografía, también en el arreciar
de las polémicas demoledoras, que en un caso como éste —fuertemente ideologizado—, no podían faltar. Nuestro rápido
recorrido de los eventos de la edad constantiniana se concluirá, por tanto, con un sumario reclamo al debate creado en torno
a esta extraordinaria personalidad.
II. La conversión de Constantino
Es comprensible que nos sea siempre
cuestionado por qué fue determinado el comportamiento de Constantino, el cual modificó el curso de la historia. A tal pregunta,
recurrente, se ha tratado de responder en modos diversos. Es un problema viejo y, a la vez, siempre nuevo, sobre el que se
vuelve una y otra vez. Se ha escrito mucho sobre si la conversión de Contantino fue auténtica o, más bien, un cálculo político.
La cuestión viene respondida desde tres posturas, en las que se alinean los historiadores: unos dicen que no hay conversión,
sino que lo que lleva a Constantino a favorecer a la Iglesia es un mero cálculo político oportunista —en esta postura
se encuadran Grégoire, Schönebeck—; otros creen que Constantino había acogido el cristianismo, pero no lo había asimilado
en su significado más íntimo y, por ello, su acción política habría sido dictada por un comportamiento sincretista, confuso
—defensores de esta postura son Salvatorelli, Piganiol, Gagé—; por último, hay historiadores que defienden que
Constantino habría sentido una atracción especial por el cristianismo y, así, la suya puede considerarse como verdadera conversión
—Baynes, Alföldi, Palanque, Vogt, Müller, Jones—.
Como suele a veces suceder, también
en este caso la verdad está contenida un poco en cualquiera de las diferentes opiniones. Así, por ejemplo, los datos que se
sugiere tomar en consideración para negar la conversión están constituidos fundamentalmente por aquellos elementos paganos
que continuaron —estando él conforme— marcando la persona de Constantino o realidades —monumentos, templos,
monedas— que lo refieren directamente. No obstante, se debe observar que se trata de casos esporádicos, a lo más del
período diárquico con Licinio, y, de todos modos, no prevalentes sobre aquéllos de carácter claramente cristiano. Es, por
tanto, lícito pensar que el emperador había tolerado más bien que provocado. Es más, ninguno duda que los sucesores de Constantino
hayan sido todos cristianos —la misma apostasía de Juliano es reconocida como un hecho serio, y, por lo tanto, es un
presupuesto la fe primera profesada—: ¿por qué, entonces, se necesitaría admitir la excepción precisamente para el ilustre
cabeza de dinastía? Aquellos mismos datos sirven, más bien, para entender que el cambio religioso de Constantino fue muy distinto
a una “conversión a lo san Agustín”. Pero esto es otro discurso.
Para nosotros, el signo de la fe
sincera en Constantino es que él, al final de su vida, se bautiza. ¿Por qué espera tanto? En aquella época la práctica penitencial
era muy dura, no como en nuestros días. Por otra parte, él sabía que el bautismo perdona todos los pecados. Constantino cree
en esto, y por eso demora su bautismo, consciente de que el ejercicio de gobierno conllevaba actuaciones moralmente arriesgadas;
le urgía presentarse limpio ante Dios. De hecho, hay un dato significativo: cuando Constantino se bautiza, deja de vestir
la púrpura para llevar siempre sobre sí una vestidura blanca. Por otra parte, en aquella época la conversión no iba acompañada
necesariamente de un bautismo inmediato; de hecho, se dieron casos en que algunos grandes personajes se hicieron bautizar
cuando fueron elegidos para el episcopado; y eso no nos hace dudar de su conversión sincera24.
La cuestión, sin embargo, nos parece
mal formulada. Se pregunta si Constantino favorece a la Iglesia por cálculo político o por una fe real en él. Pero no se ahonda
en si realmente hubo conversión en él. No se puede deducir esto de sus obras, aunque lo cierto es que favoreció a la Iglesia,
se convirtiera de verdad o no se convirtiera sinceramente.
En cuanto al interés político perseguido
por el emperador con el cambio, no siempre es una acción sustancialmente concomitante al hecho de conciencia que la conversión
comporta. Es más, no obstante la fe cristiana, posiblemente nunca un hombre, desde la intuición política de Constantino, habría
producido una transformación del Estado si éste se pudiera sostener sobre otras bases. La nueva fe pudo sólo serle de ayuda
para comprender la importancia que el cristianismo efectivamente revestía para el Imperio. Y es este último hecho el que más
atención histórica merece.
Al historiador le compete verificar
los hechos. Sin embargo, debe dar otro paso: explicar esos hechos, por qué se han dado esos hechos. Si Constantino actuó de
una manera determinada, fue por su fe; la fe le había ayudado a entenderlo así. Pero no sólo la fe, sino la situación histórica
en que se inscribe su tiempo. Constantino tenía un gran sentido político y se daba cuenta de la situación que atravesaba el
Imperio. Por otra parte, también era consciente de que no todo el Imperio era cristiano. Aparte de su fe, ¿qué le induce a
considerar tan importante al cristianismo y a favorecerlo? Pensamos que tres motivos:
-El número siempre creciente de
cristianos y la presencia de sedes episcopales en las ciudades principales del Imperio. De todos modos, esto no era suficiente
para dar un trato de favor arriesgado, pues, al menos en Occidente —donde Constantino reinaba cuando se convertía—,
la mayoría de la ciudadanía no era cristiana; los paganos, además, eran los más representativos de la sociedad —intelectuales,
senadores, cuadros del ejército...—. Si Tiberio o Claudio hubieran dado en sus respectivas épocas el paso que Constantino
dio en la suya, con toda seguridad que se habrían encontrado con la sublevación y su derrocamiento.
-De mayor relevancia le pareció
al emperador la eficiencia de las organizaciones cristianas y la communio que hacía solidarias las mismas organizaciones
en el interior de una societas verdaderamente universal. Dos elementos que, de poderse desarrollar, a seguro que serían
beneficiosos para un Imperio debilitado por fuerzas centrífugas y por la dificultad de “coordinación”25.Y es que, así lo constataba, las instituciones imperiales habían perdido su antigua eficacia.
-Tales prerrogativas de la Iglesia
aparecían, además, más relevantes por el hecho de que su entera organización había resistido una terrible persecución, la
de Diocleciano. La fuerza moral con la que los cristianos contrarrestaron la persecución, fue un factor determinante en la
simpatía de Constantino hacia el cristianismo. La fuerza ideal y moral con que los cristianos habían afrontado la sanguinaria
persecución del inicio de siglo fue, pues, el factor menos despreciable entre aquéllos que debieron convencer a Constantino.
Añadamos el reconocimiento que Galerio tuvo hacia los cristianos después de haberlos perseguido. La sangre de los mártires
había realmente influido sobre el desarrollo de la Iglesia; la había hecho esplendorosa. Constantino no hace sino coronar
a una Iglesia digna de ser coronada.
Todo esto se puede entender desde
una lectura atenta de los autores cristianos, de la patrística. La lectura pagana era muy distinta: tanto Eunapio como Zósimo
—Historia nueva— entendían la conversión de Constantino al cristianismo como una necesidad de recibir perdón
por el asesinato del hijo Crispo y de la mujer Fausta; no habría encontrado perdón en los sacerdotes paganos ni en el filósofo
neoplatónico Sopatro, mas sí en los cristianos... De todos modos, a desacreditar tal calumnia saldría Sozómenos con argumentos
fundados.
III. Legislación de Constantino a favor de los cristianos
El favor y la protección acordados
por Constantino hacia la Iglesia están ampliamente documentados. Se tengan en cuenta especialmente los libros 8 y 9 de la
Historia Eclesiástica de Sozómenos —dedicados a la legislación constantiniana—, donde se hace referencia
a una serie de edictos, algunos de los cuales se encuentran en el Codex Theodosianus. Otros testimonios completan el
cuadro de la legislación
Debemos poner una premisa importante:
es verdad que la legislación constantiniana se funda sobre una nueva concepción religiosa, pero también hay que decir que
es hija de la mentalidad romana que había inspirado la legislación del Imperio pagano, donde el Estado tiene el sumo deber
de asegurar la paz del orbe, la pax deorum —paz conseguida gracias a hacer la voluntad de los dioses y adquiriendo
así su benevolencia—. Por eso, el Estado debía ocuparse de la religión, era quien entablaba las relaciones de sus súbditos
con la divinidad; ejercía una función de mediación —el emperador era el pontifex maximus—. Sin embargo,
el emperador romano se encuentra ahora con una novedad absoluta: se topa con una realidad, la Iglesia, que se arroga el pleno
poder de regular las relaciones entre la divinidad y los hombres. Nunca los emperadores se habían encontrado de frente con
el problema de la relación con una entidad que se considerase “mediadora” con pleno título entre los hombres y
la divinidad. La Iglesia era la única autorizada para mediar entre Dios y los hombres. En esto el cristianismo revolucionaba
la concepción del mundo antiguo: la Iglesia era un lugar de salvación, un lugar radicalmente distinto del que podía asegurar
la función del Estado. Constantino, pontifex maximus del Imperio, delegado por excelencia de la religión del Estado,
se encuentra delante con una entidad que le contradice. ¿Cómo resuelve esta cuestión? Intentando la colaboración con la Iglesia:
reconoce a la Iglesia la competencia sobre las “cosas internas” —materia de fe, moral, disciplina eclesiástica,
medios de salvación—; y se atribuye a sí mismo el derecho-deber de intervenir sobre las “cosas externas”
—entendiendo por esto cuanto derivaba de las primeras sobre el plano de la aplicación práctica (haciendo respetar esas
decisiones de la Iglesia sobre cuestiones internas, y que la propia Iglesia no tenía fuerza para imponer; así, por ejemplo,
si hacía falta un concilio, era Constantino quien lo convocaba)—.
Evidentemente, el límite de estos
dos ámbitos era bastante lábil —y, con la mentalidad de hoy, diríamos también que inconsistente—. De hecho, la
solución ahora descrita creó, en un primer tiempo —precisamente el de Constantino y, de cualquier modo, también de sus
hijos— una condición de subalternidad en la Iglesia. También, como veremos, fue el pulular de cismas y herejías
a provocar ilegítimas iniciativas del emperador: él, de hecho, se preocupó de defender la unidad de la Iglesia, desde la cual
estaba profundamente convencido de que dependía estrictamente la unidad del Estado. En un segundo tiempo, sin embargo, a partir
de Valentiniano I, la iniciativa pasó decididamente a las manos de la Iglesia —es decir, de sus obispos y de los concilios—,
y el principio, típicamente romano, de las competencias religiosas del Estado fue entendido como el deber que este último
tenía de sostener, con los medios propios —el brazo secular—, cuanto la Iglesia autónomamente habría establecido.
Aclarado todo esto, daremos un
repaso a lo que fue concretamente la legislación de Constantino, para considerar después —aparte— el comportamiento
práctico asumido por este emperador en momentos relevantes de la Iglesia, como aquéllos relativos a los fenómenos cismáticos
y heréticos.
Al hablar de Constantino hay que
tener en cuenta que su actividad legislativa es, sobre todo, práctica. Desde su actuación nos podemos remontar al principio
que le inspira. La legislación constantiniana, que nace de ese esfuerzo por conciliar la tradición romana de pontifex maximus
con la exclusividad de la Iglesia en las relaciones de salvación, toma en consideración los siguientes cuatro puntos: las
exigencias generales del cristiano; las exigencias materiales; las exigencias espirituales; la exigencia de privilegiar a
la Iglesia dentro del Imperio.
1. Exigencias generales
La Iglesia precisa que el cristiano
honre al verdadero Dios. Justo después de la victoria sobre Licinio fue proclamado un edicto con el que se recomendaba y tutelaba
la fe en la “sola verdadera Divinidad”. Esto llevaba a considerar que las otras divinidades no eran verdaderas.
Esto es una declaración muy relevante. Por el momento, Constantino dio libertad de culto, lo cual ya era un paso muy importante.
Sin embargo, el símbolo de la Cruz, entretanto, venía representado en monedas y medallas.
2. Exigencias materiales
Se trataba de subsanar situaciones
trágicas. Muchos cristianos habían sido condenados a la cárcel, al exilio, a las minas, así como a trabajos públicos onerosos
en las ciudades. Fueron absueltos de todo esto, podían recuperar sus cargos anteriores en el ejército aquéllos que provenían
de la milicia, y a aquéllos que se hubiera perjudicado con la confiscación, se les devolverían todos los bienes.
Había que facilitar la práctica
de la religión cristiana. Se les liberaba de sacrificar a los dioses a aquéllos cristianos que, por sus cargos, estuvieran
obligados a ello. A Constantino se debe la declaración del domingo —dies Dominicus— como día festivo, en
el que nadie trabajsaría, no habría tribunales ni mercado. Se impone, pues, un ritmo semanal que no era el tradicional romano26. Ello precisamente para incrementar el culto.
Para hacer frente al aumento progresivo
de los fieles, comenzó un programa de construcción de iglesias para la celebración del culto. Se elevaron muchas basílicas
de nueva planta, constatándose un verdadero incremento basilical en esta época. Se produce una cesión importante de terrenos,
por parte del Estado, a la Iglesia27. Además, hubo una conversión de templos paganos en templos cristianos. A cada iglesia se le asignó una renta —el
montante de los impuestos de radicación (sobre el terreno)—, tanto para el mantenimiento del templo como para el sustento
del clero. Los bienes de la Iglesia podrían ser incrementados a través de las donaciones de los mismos cristianos adinerados.
3. Exigencias espirituales
Se impulsó una moralización de
las costumbres. La moral debía traducirse en la vida. Se dictan leyes para abolir los espectáculos inmorales —especialmente
los concernientes a los gladiadores—; se miró, además “a corregir las uniones impúdicas y disolutas”, apuntando
sobre todo a penalizar la prostitución —especialmente la sagrada28—, el rapto —de las muchachas para el matrimonio—, la fornicación —la que los tutores practicaban
con sus tuteladas—, el adulterio —se contemplaba el adulterio de una mujer con su esclavo, con pena incluso de
muerte— y el concubinato.
Hay un apoyo explícito a aquéllos
que quieren seguir la vida consagrada. Antes de Constantino la forma heroica de vivir la vida cristiana era el martirio. Ahora
se suscita la vida consagrada. Sin embargo, desde Augusto había una dificultad casi insalvable para poder seguirla, puesto
que —por razones moralizantes— se penaba a aquéllos que no se casaban o no tenían hijos. Constantino abole la
legislación antigua, de tal manera que quien siguiera la vida consagrada tendría los mismos derechos que los demás ciudadanos
del Imperio. Había jóvenes que no alcanzaban la edad legal —tenían aún 15, 16 ó 17 años— y, sin embargo, querían
consagrarse: no sólo se les permitía la consagración, sino que, además, el Estado les adelantaba las prerrogativas civiles
que se adquirían con la mayoría de edad.
4. Privilegios
El ámbito de la legislación filocristiana
de Constantino se refleja de una manera muy particular en la condición social que quiso asegurar al clero y a la jerarquía
en particular. Todo clérigo estaba dispensado del pago de impuestos y de los munera —no tendría obligación de
realizar trabajos públicos—.
Otro tipo de privilegios iban destinados
a dar una situación relevante a la Iglesia, además de beneficiosa en su labor social. Fueron las leyes referentes al episcopado.
Se instituye la Episcopalis audientia, la cual hacía referencia a los juicios civiles —no penales—. En
todo juicio una parte vence y la otra pierde. Si las partes están de acuerdo, se podía apelar al obispo, el cual decidiría.
El obispo adquiere una gran importancia civil. La gente, de hecho, tenía más confianza en los obispos que en muchos jueces
civiles29.
Otra ley es la que hace referencia
a la manumisión de los esclavos, a su liberación: la manumissio in ecclesia. El esclavo liberado ante la presencia
del obispo adquiriría todos los derechos de ciudadanía romana —cosa que antes no ocurría en las liberaciones—.
Esto reflejaba la humanidad de la Iglesia30, que también se tuvo presente en la supresión, por parte de Constantino, del suplicio de la cruz31.
Constantino, siempre que estima
que la situación lo exige, interviene. Le interesa la paz en el interior del Imperio. El instrumento de cohesión en el Imperio
es la Iglesia. La unidad en la Iglesia era algo fundamental. En el período occidental se topa con al donatismo; en Oriente
se encontrará con el arrianismo. Para resolver estos problemas, será él quien convoque los concilios correspondientes32.
1. El donatismo
En el 313 Constantino escribe al
procónsul de África para comunicarle la exención de munera curiales para los clérigos de la Iglesia católica.
Aquí define lo que él entiende por Iglesia católica: aludía a la organización religiosa por él oficialmente reconocida, que
era una entidad universal, la cual abrazaba las comunidades cristianas del mundo romano ligadas entre sí por una íntima comunión
—es el sentido entendido siglos antes por Ignacio de Antioquía y Policarpo—. Si algún obispo no estaba en comunión,
¿podía aplicársele esta ley de exención tributaria? El problema de la comunión se remonta en África a los tiempos de la persecución
de Diocleciano33. Había habido traditores34 —traidores— que habían entregado a las autoridades romanas las Escrituras y demás libros cristianos.
Cuando terminó la persecución, los que salieron de las cárceles se rebelaron contra los obispos traidores. Es el África montanista
—no reconoce validez a la administración de los sacramentos por parte de un ministro indigno—, heredera de Tertuliano,
así como del rigor con que Cipriano trató a los lapsi. En este África rigorista, sin embargo la Iglesia era floreciente.
El conflicto estalla en Cartago en el 312, cuando un obispo —Félix, considerado traidor, aunque después de demostró
que no era cierto— consagra como obispo de Cartago a Ceciliano, hasta entonces archidiácono. El primado de Numidia interviene
y declara nula la ordenación, pues no la había hecho él y, además, había intervenido en ella un traidor. Entonces consagra
a Maiorino. El problema que se crea al procónsul es que hay dos obispos y los dos se excluyen mutuamente de la comunión35. ¿A quién se aplica la exención tributaria?
Constantino consulta a Ossio, el
cual le dice que Ceciliano es el verdadero obispo. A la muerte de Maiorino es consagrado como obispo Donato, el cual es tremendamente
batallador. Constantino decide organizar un sínodo en Roma, en el cual estuviera presente el papa. Se celebra el 1 de octubre
del 313 bajo la presidencia del papa Milcíades36. Se da la razón a Ceciliano. Sin embargo, Donato protesta, alegando la falta de representatividad en el sínodo, y pidiendo
que fuera de toda la Iglesia; además, los italianos —decía— no entendían el problema. Constantino ordena al procónsul
de África —Eliano— que investigue si Félix había sido traidor; el resultado de la investigación es la inocencia
total de Félix. Se organiza otro sínodo, éste en Arlés (agosto del 314), en la Galia. Dispone que el cursus publicus
—los carros donde se llevaba el correo— esté a disposición de todos los obispos, para que pudieran asistir cuantos
más mejor37. Y, efectivamente, resulta un sínodo muy concurrido38. Se confirma la decisión del sínodo anterior y dicta penas duras contra los falsos denunciantes. Donato, perdedor,
apela a Constantino, el cual, en un primer momento, cita en Milán a representantes de ambos partidos (año 316) y dictamina
lo mismo que decidiera el papa Milcíades y el sínodo de Arlés. En un segundo momento, cansado del problema, decide pasar a
la acción, y una acción de fuerza: se les quitan las iglesias a los donatistas y se les confiscan los bienes.
A partir de este momento asistimos
a una literatura y a un movimiento, el donatista, que sostiene tenazmente la independencia de la Iglesia con respecto al emperador.
Un movimiento que reúne una serie de características interesantes: gran rigor moral; defensa de la independencia con respecto
al emperador; connotaciones místico-sociales —gran misticismo y atención a los pobres—; y un acentuado provincianismo
africano —el cual llegará a la violencia—. Las medidas de fuerza se demostraron inútiles. Constantino apelará
a la paciencia, para que fuera el tiempo quien apaciguara los ánimos39. Pero esto también se demostró ineficaz, pues los donatistas se lanzaron a una serie de acciones agresivas, expulsando
a varios obispos católicos de sus sedes y poniendo en su lugar a obispos donatistas. Prácticamente hasta la entrada de los
vándalos en África no se resolverá el problema, cuando sean reprimidos juntamente el catolicismo y la herejía.
2. La lucha contra el arrianismo
Eliminado Licinio en el 324, Constantino
llega a emperador único, mandando también sobre Oriente. Allí se encuentra con una realidad distinta a la occidental: una
realidad cultural, más viva, concretada en dos escuelas, las cuales tienen como objetivo hacer exégesis de la Biblia. Estas
escuelas son la de Alejandría —en Egipto— y la de Antioquía —Siria—. Las dos afrontan, con mentalidad
helénica, los problemas de la exégesis de la tradición bíblico-apostólica. La primera utilizaba el método alegórico y la segunda
el literal.
Entre los problemas que afrontan
está el de la divinidad de Jesucristo. ¿Es o no es igual al Padre? ¿Es Dios o, más bien, un superhombre? En aquel momento
la teología está en ciernes, no tan desarrollada como en nuestros días. La escuela de Antioquía era muy sensible a salvar
el monoteísmo —en esto precisamente había triunfado el cristianismo contra los cultos paganos, en centrarse en una única
divinidad— y la naturaleza verdaderamente humana de Cristo —contra las sectas gnósticas—. La escuela alejandrina
estaba preocupada por salvar la divinidad de Jesucristo, porque si ésta desaparecía, ¿quién nos habría salvado? Y por ello
ponía el acento sobre las tres Personas divinas. De hecho, la gran originalidad del cristianismo no está en el monoteísmo,
sino en que Jesús, Redentor, es Dios verdadero y verdadero hombre. De la concepción antioquena resultaba que el Hijo no era
precisamente de la misma naturaleza divina que el Padre. La escuela alejandrina, por contra, se mostraba intransigente en
defender la plena divinidad de Cristo.
Arrio, que era alejandrino, sin
embargo se formó en Antioquía. Se entusiasma tanto con la doctrina de esta escuela, que piensa ardorosamente que esté en ella
la verdad. Cuando regresa a Alejandría predica la doctrina antioquena en la misma escuela alejandrina. Todo esto lleva a serios
problemas, los cuales inducen a convocar un sínodo, promovido por Atanasio, en el 318, en el cual se condena a Arrio. Esto
hace que prenda la llama, pues condenar a Arrio significaba condenar
a toda la escuela de Antioquía. La mecha se extiende por todo el Oriente cristiano.
Cuando Constantino llega a Oriente
se encuentra con este problema, con este enfrentamiento. El emperador decide convocar un concilio en Nicea, al cual asisten
318 obispos. En el discurso inaugural Constantino muestra cuál es su intención, y lo hace con palabras muy claras: «Las escisiones
internas de la Iglesia de Dios nos parecen más graves y más peligrosas que las guerras». El emperador, aconsejado por Ossio,
hace entender a los Padres sinodales su inclinación por la tesis alejandrina. De hecho triunfa el concepto de \u?moousia
—el Hijo es de la misma naturaleza, de la misma sustancia, “consustancial” al Padre: homoousía—,
y no una vía media de compromiso, semiarriana, que era el concepto de \u?moiousia —el Hijo era de sustancia semejante
al Padre: homoiousía—. La diferencia, de una iota, sin embargo en importantísima. De hecho es impresionante
la agudeza, sin duda por inspiración divina, de este concepto trinitario: una sola naturaleza divina —se mantiene el
monoteísmo— y tres personas distintas. Se piensa que el término \u?moousion lo acuñó Ossio, aunque no se sabe
con certeza. Lo cierto es que tanto Atanasio como Hilario de Poitiers contribuyen fuertemente en la elaboración del credo
niceno. Fue solemnemente proclamado que el Hijo es «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, generado,
no creado, consustancial al Padre». Es el credo que la Iglesia profesará —sustancialmente tal cual— hasta nuestros
días.
Del Concilio emanan, además, algunos
cánones disciplinares: se crean tres sedes patriarcales —Roma, Alejandría y Antioquía; gozarían de una cierta jurisdicción
sobre el resto de las sedes episcopales en esas tres grandes áreas del Imperio—; se prohibe a los clérigos habitar con
mujeres —en sus casas no podrían vivir más mujeres que su madre o la hermana—; se concreta el día de la Pascua
—sería el primer domingo después del plenilunio posterior al equinocio de primavera, siguiendo la costumbre occidental
y de la iglesia alejandrina—.
Se condena a Arrio, lo cual supone
su deposición y su exilio, además del de todos los arrianos. Entre ellos se encuentra Eusebio de Nicomedia. Algunos —entre
ellos Eusebio, que se haría gran amigo de Constantino— se dirigieron al emperador, convenciéndole de que en el fondo
no había separación ni error, que se cree lo mismo y se acepta lo acordado en Nicea —no era muy difícil convencer a
un hombre poco acostumbrado a la especulación teológica—. Constantino hace volver a Eusebio a su sede, lo cual provoca
el enojo de Atanasio, ya obispo de Alejandría —desde el 328, año en que muere Alejandro—. Ante sus quejas, el
emperador reaccionó contra él, teniendo que salir de Alejandría al exilio, precisamente el defensor de la ortodoxia. Marchó
a Occidente, a la ciudad de Tréveris, donde fue recibido por el papa y por otros obispos, sobre todo de la Galia, con entuasiasmo
y veneración. Este entuasismo rubricaba el enfrentamiento entre las iglesias occidentales y orientales.
V. La tradición sobre Constantino
Constantino es un personaje discutido,
del que hay una tradición historiográfica a favor y otra en contra. Favorables a Constantino hemos visto a Eusebio de Cesarea
—Historia Eclesiástica40 y Vida de Constantino— y a Lactancio —De mortibus persecutorum—. En contra de Constantino
y su labor están Ammiamo Marcellino, Eutropio, Zósimo y, sobre todo, Juliano.
A partir del siglo V se elabora
lo que podríamos denominar como una mito-hagiografía, la cual se prolongará en la Edad Media y que considera a Constantino
como un santo. Destacan dos obras: Acta santae Silvestri (siglo V), en la que se subraya la íntima amistad entre Constantino
y el papa Silvestre41 —esta obra será la base para la leyenda posterior—; y La leyenda áurea, del dominico Iacopo da Varazze
(siglo XIII, entre los años 1244 y 1264), texto divertido, donde aparece el tema de la “donación” de Constantino
—la Constitutum Constantini, justificación del poder temporal del papa, según lo cual Constantino habría cedido
al papa parte del Lacio y de Roma—42.
La leyenda hace también referencia
al bautismo de Constantino, cuestión muy delicada, pues la Iglesia oriental posteodosiana encontraba muy embarazoso admitir
que se lo hubiera administrado un arriano, como Eusebio de Nicomedia: un emperador cristiano bautizado por un arriano. De
hecho, la Iglesia oriental canonizó a Constantino —y celebra su fiesta el 21 de marzo, junto con su madre, santa Elena—.
Sobre el bautismo de Constantino se dieron más versiones, alguna recogida en La leyenda áurea. La primera tradición
dice que Constantino, después de haber sido curado de la lepra, fue bautizado por san Silvestre; la segunda tradición dice
que ya había sido bautizado por el papa Eusebio —anterior a Milcíades y a Silvestre—, precisamente cuando Constantino
tuvo la visión del signo de la cruz y las palabras in hoc signo vinces —la cual, curiosamente, se le habría aparecido
en el cielo la noche precedente a un enfrentamiento con los bárbaros, a lo largo de la ribera del Danubio—; otra versión
es la san Jerónimo y san Ambrosio, según los cuales, Constantino prorroga su bautismo hasta poco antes de su muerte para ser
bautizado en el río Jordán.
Esta visión mística llegará a ser
muy atacada, sobre todo en el período de los humanistas —Flavio Biondo, Lorenzo Valla— y de Lutero, quien atacó
duramente todo lo concerniente al poder temporal del papa. Los historiadores protestantes tenían dificultad en admitir que
el bautismo le hubiera sido administrado a Constantino por parte de un obispo arriano; superaron esta dificultad de una manera
elegante: Constantino habría sido, efectivamente, bautizado por Eusebio de Nicomedia, aunque antes de que se hiciera arriano
—era la aportación de Carpigniano. Pensemos que el protestantismo ataca el arrianismo, por cuanto este último no reconoce
la divinidad de Jesucristo—. En cuanto a las otras cuestiones, que tocaban a los intereses de los católicos, los historiadores
protestantes instrumentalizaron de lleno lo que en la auténtica tradición historiográfica pudiera desembocar en la polémica.
Así, por ejemplo, Lutero saldrá a la palestra poniendo de relieve el hecho de que el concilio de Nicea no había sido convocado
por el obispo de Roma, sino por el emperador; asimismo ridiculizó la pretensión de la donatio, juzgada por él como
«grosera vergüenza, indigna en un campesino borracho». Tales tesis vinieron repetidas en los Centuriadores de Magdeburgo.
Los católicos reaccionaron. El
mismo León X encargó a Raphaello pintar los frescos de la sala de Constantino, en la que debían constar la aparición de la
cruz, la batalla de Puente Milvio, el bautismo, y la “donación”
a san Silvestre.
La tradición romana recibía también
ataques por parte del pensamiento jurisdiccionalista. Melchior Goldast escribía en torno a 1615: Imperator est Pontifex
Maximus, hoc est, ut Magnus ille Constantinus Imp. De se dicere solitus erat, twn ektoz episkopoz, rerum exteriorum in ecclesia
Episcopus ac Inspector, y entendía por res exteriores también la convocatoria de los concilios y el nombramiento
de los ministros del culto.
Mas ya el católico Sigonio, en
una obra de 1578, examinó con equilibrio —especialmente a la luz de la Vida de Constantino de Eusebio—
todas las cuestiones discutidas. En particular la referente a la convocatoria de los concilios: el de Nicea habría sido, efectivamente,
convocado por Constantino, mas re cum Sylvestro Romano Pontifici communicata... ex illius auctoritate indixit. En torno
a 1606, el jesuita Antonio Possevino acusaba de imprecisión la misma Vida de Constantino, la cual habría callado numerosos
hechos, como el arrianismo de Constantino y los asesinatos de Crispo y Fausta. Así también Baronio advertía las mistificaciones
de Eusebio, que tendrían su origen en su profesión arriana
y en su tendencia aduladora; en cuanto a la donatio, él no sabía pronunciarse.
En una edad más reciente los prejuicios
de los historiadores de Constantino son manifestados de una manera más velada. El efecto, sin embargo, ha sido siempre el
de perpetuar la contraposición entre los denigradores y los exaltadores de esta significativa figura de la historia de la
Iglesia. Así, a las críticas demoledoras del historiador alemán del siglo XIX Jacob Burckhardt y del belga del siglo XX Henri
Grégoire, reaccionaba, entre otros, Norman Baynes en su estudio, hoy fundamental, Constantine the Great and the Christian
Church. Actualmente va prevaleciendo una visión más científica sobre el valor de las fuentes —de Eusebio en particular—,
no faltando desgraciadamente los estudiosos privados de equilibrio en el juicio.
21Según algunos estudiosos, el enfrentamiento habría sido junto a Saxa Rubra, localidad poco distante de Roma.
22En Oriente, Licinio se mantenía como dueño, con predominio sobre Maximino Daia; Constantino se entendía bien
con Licinio. Si quería ser dueño de Occidente, necesitaba deshacerse de Majencio, con quien estaba en duelo desde hacía ya
bastante tiempo.
23En este detalle se ve cómo sienten la unidad del Imperio. También podemos pensar que, ante el prestigio creciente
de Constantino, creyó más prudente acomodarse a sus deseos. El rescripto es aportado por Lactancio y Eusebio en la Historia
Eclesiástica.
24Constantino tuvo algunos obispos entre sus amigos, entre ellos, de una manera muy especial, a Ossio de Córdoba,
el cual influyó muchísimo sobre el emperador. Cuando Constantino marcha a Oriente, allí se encontrará con una realidad eclesial
muy distinta a la occidental.
25Se da cuenta de la universalidad de la Iglesia, de su catolicidad. Las iglesias, íntimamente unidas entre sí,
si se unían al Imperio harían aumentar la eficacia de la administración imperial; se contrarrestarían esas fuerzas centrífugas
que intentaban disgregar al Imperio.
26La semana romana, astral, hacía cuenta del ritmo de la naturaleza; las fiestas no se celebraban de una manera
regular. Con la semana cristiana se rompe este ritmo para hacerlo pivotar sobre un día: el domingo. La tradición venía del
judaísmo, donde el día central era el sábado. No obstante, en la semana cristiana se conservan reminiscencias astrales en
la denominación de los días.
27Eusebio conserva una carta del emperador enviada a los gobernadores para que se pusieran con celo a disposición
de los obispos.
28En la mentalidad pagana se consideraba la prostitución sagrada como un medio de alcanzar la comunión con la divinidad:
sería posible mediante la relación sexual de la persona con una representante de la divinidad.
29Conviene recordar que Constantino tenía entre sus amigos a insignes obispos: Ossio de Córdoba, que influirá en
su período occidental, y los dos Eusebios —de Cesarea y de Nicomedia—, que influirán en el segundo período de
Constantino, el oriental.
30La esclavitud, es verdad, continuó, principalmente porque era un hecho económico —como contribución a la
economía de una hacienda—. Pero empezó a respetarse al esclavo como persona que era.
31La noticia, referida por Sozómenos, está confirmada por Aurelio Vittore. Sin embargo, todavía en el 414 está
atestiguado este suplicio.
32Es curioso constatar cómo no solían mezclarse los obispos de cada parte del Imperio, excepto en Nicea, donde
hubo un obispo —Ossio— y dos presbíteros occidentales, los tres enviados por el papa Silvestre.
33Estamos en condiciones de afrontar este problema gracias a los preciados documentos que el obispo Optato de Milevi
asoció a la obra teológica por él escrita a finales del siglo IV.
34“Los que traen” los libros a la presencia de la autoridad. 35«Un altar, dirá Optato, viene erigido contra otro».
36Eran 15 obispos italianos, 3 galos y 10 de cada una de las partes en litigio. 37Se conserva una carta al obispo de Siracusa.
38Hablamos de obispos occidentales, no orientales, pues no era un problema que concerniese a la Iglesia oriental.
39Las cartas que escribía —recogidas por Optato— muestran la ansiedad, la indignación, la incredulidad
y, en fin, la dolorosa resignación. La última carta, enviada en el 330 a los católicos de África, contiene la invitación a
tener paciencia y a remitir la cuestión al juicio divino.
40Tanto Rufino como, después, Sócrates, Sozómenos y Teodoreto, continuarán la Historia Eclesiástica hasta
su época correspondiente.
41Aunque sorprende que, de hecho, no tuvieron casi ninguna relación. Apenas tuvieron tiempo ni de verse.
42En este último tema sí debemos decir que es verdad el hecho de que Constantino reconocía una superioridad a la
Iglesia de Roma; de hecho, el emperador le entrega al papa el palacio del Laterano. Sin embargo, el resto de la obra está
llena de exageraciones.
CAPÍTULO
XI: LA EDAD DE TRANSICIÓN: LOS DESCENDIENTES DE CONSTANTINO
I. El cuadro histórico
Elena - Constancio Cloro - Teodora - Minervina
- Constantino I - Fausta - Constancio - Basilina - Crispo - Gallo - Juliano -
Constantino II - Constante - Constancio II
Vamos a estudiar un período histórico
entre dos colosos: Constantino y Teodosio. Cada uno de ellos es exponente de una política religiosa distinta. Eusebio de Cesarea,
cronista de Constantino, presenta al emperador como “representante” de Dios, con una enorme majestad, tanto sobre
los asuntos temporales como sobre la Iglesia. Sin embargo, san Ambrosio presenta de una manera muy distinta a Teodosio: es
el emperador del servicio, no el patrón, sino el siervo del Imperio, el cual debe ser religiosísimo en su vida y en la inspiración
de su gobierno.
Nos ocupamos ahora de la época
de transición, la cual comienza a partir de la muerte de Constantino (+337) y termina con el fin de la dinastía constantiniana,
es decir, con la muerte de Juliano (+363). Por tanto, casi treinta años. Dos grandes figuras ocupan el papado en estos años:
Julio I y Liberio. En este tiempo crecerá enormemente el prestigio de la cátedra de Pedro43.
Constantino había unificado el
Imperio. Sin embargo, a su muerte, y por voluntad suya, divide el Imperio entre sus tres hijos —tenidos con Fausta—.
El más importante fue Constancio II, que se encargó de Oriente. Occidente se dividió, a su vez, entre Constantino II y Constante.
Constantino II muere tres años después en su tentativa de invadir el territorio de su hermano en el norte de Italia, por lo
que quedarán, a partir del 340, un emperador en cada parte del Imperio. Pasan diez años y muere Constante por una conjura
de palacio, la cual lleva a Magnencio, un oficial del ejército, al trono. Esto provoca que Constancio marche en el 353 contra
el usurpador y lo venza en la Galia. Hasta el 360 quedará como único emperador de todo el Imperio.
Constancio II era cristiano, aunque
arriano. Después del 353 cambiará mucho su política religiosa. Hasta esa fecha había tratado con el papa Julio II; a partir
de entonces tratará con Liberio. Casado con Eusebia, no tenía hijos. Los únicos parientes cercanos eran unos primos, Gallo
y Juliano. Según Ammiano Marcellino —el historiador pagano que nos habla de la vida de Constancio y de Juliano—,
Constancio era un hombre de gran autocontrol, pero, a la vez, preso de una densa atmósfera de sospecha, así como de crisis
política y militar. Encomienda sus primos, menores aún, a la custodia de su abuela paterna, Teodora, en un pueblo de Bitinia,
confiando su educación cristiana a Eusebio de Nicomedia, a la sazón arriano. Cuando Juliano tiene doce años, el emperador
trata de alejarlo a las montañas de Capadocia, a un pequeño pueblo, siempre bajo control. Juliano, en el 348, después de un
corto período constantinopolitano, trató de instalarse en Nicomedia, donde fue influido por un rector pagano, Libanio, uno
de los paganos más importantes de entonces. Allí se enamora del paganismo, especialmente de la filosofía de un neoplatónico,
Máximo de Éfeso. Juliano tenía una inclinación natural a la interioridad: su rebelión está impregnada de misticismo.
Entretanto, Constancio confía Occidente
a Gallo, con un título menor al suyo; lo envía como césar. Pero su desconfianza le lleva a matar a su primo al cabo de un
año (353-354). Juliano dirá que él se salvó por fortuna, es más, por gozar de una predilección especial por parte de la emperatriz
Eusebia —mujer, por otra parte, muy inteligente—. Le mandaron a Atenas —verdadera cuna del neoplatonismo
pagano— a estudiar, lugar donde se reforzó su paganismo.
Constancio se encuentra con un
grave problema militar: la presión de los persas en Oriente. Es así como conduce una gran expedición contra Persia. Pero en
Occidente los pueblos bárbaros también comenzaban a hacer presión sobre el limes del Imperio —en concreto en la Galia,
en Tréveris—. ¿Cómo controlar a la vez Oriente y Occidente? Según Zósimo, la emperatriz trenzó un discurso muy inteligente:
le habló de Juliano, que había pasado toda su vida entre las letras; si triunfaba en Occidente, a fin y al cabo la fama iría
hacia el emperador; si fracasaba, el emperador se libraba del peligro de muerte que suponía ir a Occidente; además, su ingenuidad
le impediría tramar nada contra el emperador. Así es como Constancio envía a Juliano en calidad de césar. Juliano, consciente
de su debilidad y teniendo reciente el recuerdo de la muerte de su hermano, escribe panegíricos alabando a su primo (años
356 y 358). En el 357 hizo una campaña inteligente y admirable contra los alamanos, derrotándolos en Estrasburgo; a lo largo
del Rhin tenían continuos éxitos contra los francos. Esto llega a oídos de Constancio, que ordena enviar a Oriente la parte
más consistente de sus tropas. El ejército se rebela y proclama augusto a Juliano. Es entonces cuando Juliano escribe una
carta a su primo, contándole el estado de las cosas y cómo se había visto forzado a aceptar por la rebelión del ejército44. Constancio le escribe una carta muy dura, que provoca que Juliano marche contra Constancio, pasando por la Italia
del norte y Aquileya, y tomando ciudades a su paso. Escribe varias cartas al senado y a distintas ciudades, justificando la
forma de haber llegado a emperador por aclamación del ejército45. Constancio también sale al encuentro de Juliano, pero muere en Cilicia por una enfermedad. Juliano se encontraba en
Naisso cuando se entera de la noticia: era el año 360. En esto ve la providencia del dios Sol, el cual le habría querido como
único emperador.
Desde ese momento Juliano declarará
su fe pagana y comenzará una política religiosa anticristiana. Quería extender su religión pagana incluso hasta Persia, por
lo que su campaña oriental tendrá también connotaciones religiosas. Instaló para ello su cuartel general en Antioquía46, marchando sobre Persia en el 363. Se reveló como un buen general, y fue conquistando varias ciudades con facilidad,
hasta que llegó al Tigris. Podía cruzar el río y tomar la capital, Tesifonte, pero se dejó convencer por un persa que le se
ofreció para guiarlo por otro camino; da órdenes para recorrer Persia ocupando otras ciudades y, después, tomar la capital
por sorpresa por otro lado. En esta expedición pasaron grandes calamidades, todo lo cual les obliga a retroceder. En la retirada
muere misteriosamente Juliano, tras lo cual, el ejército aclamará a Joviano como emperador. Éste era cristiano, aunque un
personaje un tanto oscuro. Joviano entabla relación con el emperador persa, cediendo territorios para firmar la paz y volver
a Constantinopla. Pero también muere en el regreso a casa, en el 364. El ejército aclamará a Valentiniano, justo antes de
entrar en Constantinopla. Con él comienza otro período, el teodosiano.
II. Política religiosa del período de transición
También los hijos de Constantino
sostuvieron el cristianismo. Constancio II, después de la intentona de usurpación por parte del pagano Magnencio, actuó una
serie de medidas antipaganas al final del 353 y principios del 354. Durante su visita a Roma en el 357 hizo remover el altar
de la Victoria del senado. Naturalmente, todo esto fomentó la animosidad entre los paganos.
La difusión de la fe cristiana,
por el contrario, fue facilitada —sería lentamente y excepción hecha para el campo—, también entre las clases
elevadas. La conversión, por ejemplo, del famoso rector Mario Vittorino, en torno al 350, será inmortalizada por Agustín,
cuando describe47 el exultante murmullo de los asistentes: «Vittorino, Vittorino...»
En el primer período de los sucesores
de Constantino, además, se desarrolló la posición jerárquica privilegiada de Roma: Silvestre era sucedido, después de nueve
meses de pontificado de Marcos, por Julio I (337-352). A él se dirigieron tanto los discípulos como los adversarios de Atanasio,
el cual, después de retornar a su sede de Alejandría, había sido de nuevo expulsado por Constancio II en el 339. Por su parte,
el papa convocó inmediatamente un sínodo en Roma en el 340, estableciendo que Atanasio conservase su cargo episcopal y afirmando
que «de Roma debía ser decidido lo que era justo»; después celebró otro sínodo en Sérdica en el 342, el cual atribuyó al papa
el derecho de decidir para toda la Iglesia. Atanasio pudo, por diez años (346-356) dedicarse en Alejandría a una fecunda actividad
literaria y pastoral; es su “decenio de oro”. En el período, en cambio, en que Constancio está como único reinante,
la cuestión de Atanasio causó al nuevo papa, Liberio (352-366), humillaciones por parte del emperador.
1. Política religiosa de Constancio
II
El filocristianismo de Constancio
II, de hecho, no impidió que él se pusiera decididamente de parte del arrianismo. Le aconsejaba Eusebio de Nicomedia. Con
su autoridad llevó la instigación también entre los obispos de Occidente: lo primero que hizo fue que éstos condenasen, en
los sínodos de Arlés (353) y de Milán (355), a Atanasio, el cual fue forzado a dejar de nuevo, en el 356, Alejandría, y refugiarse
junto a los monjes del desierto —allí escribiría la Vida de Antonio, inaugurando la gran tradición hagiográfica
de la Iglesia—. El papa se había abstenido de aprobar esas decisiones sinodales. Constancio apresó al indómito Liberio,
ya que —anota el historiador Ammiano Marcellino—, «deseaba ardientemente que el pronunciamiento fuese confirmado
por la autoridad superior del obispo de la Ciudad eterna»; al final exilió a Liberio a la Tracia, llegando a chantagear su
regreso a cambio de la condena de Atanasio y, comprometiendo para siempre su autoridad moral48; le quiso hacer firmar la fórmula antinicena; más que firmar una fórmula claramente arriana, parece que firmó una fórmula
de compromiso. Incluso en el sínodo de Rímini, en el 359, el emperador quiso que fuese confirmada la retractación de la fórmula
nicena. Atanasio, de todos modos, y con él Hilario de Poitiers —también exiliado en el 356—, no pudieron irse
de la cabeza de Constancio II. A su tenacidad debemos la maravillosa arquitectura teológica del dogma trinitario49, así como las premisas “políticas” por las que se tendrá, ya con Teodosio, el triunfo de la ortodoxia.
Fue también éste el período de
la plena afirmación del monacato. El egipcio Antonio arrastraba con su ejemplo a muchos hombres a la experiencia eremítica.
Mas, ya antes de que él muriese (356), Pacomio canalizaba en forma más regular la vida monástica, fundando en Tabennisi, en
la Tebaida, un gran cenobio, y dedicándose hasta su muerte —acaecida antes que la de Antonio, en el 346— a perfeccionar
su organización.
2. Política religiosa de Juliano
Por lo que respecta a Juliano,
es notable su profundo comportamiento anticristiano. Su reinado duró tan sólo tres años, concluyéndose con él esta edad de
transición. Juliano abjuró del cristianismo50. Su actitud en contra del cristianismo se concretó en la supresión de las exenciones fiscales para el clero y en el
edicto del 362, con el que se impedía a los cristianos enseñar gramática y retórica. De todos modos, la persecución será sin
sangre; no será cruenta.
En realidad él nutría la ambición
de formar una especie de Iglesia pagana, organizada sobre el modelo cristiano51. De hecho, favoreció en todas sus formas el paganismo, y por eso, posiblemente, quiso que fuese restituido al senado
el altar de la Victoria. Cuando un incendio destruyó el templo de Apolo en Antioquía, Juliano atribuyó la responsabilidad
a los cristianos, e hizo cerrar la iglesia principal de la ciudad, confiscando las propiedades. Además, intentó reconstruir
el templo de Jerusalén, afrenta gravísima en los alrededores del Santo Sepulcro, que ya era meta de peregrinaciones, y asunto
particularmente caliente en referencia al tema cristiano de la “destrucción del templo”. El obispo Cirilo, en
un semón, había reclamado la profecía de Jesús a este propósito, y, cuando después de un incendio se echó por tierra el proyecto
del emperador, exultó en una carta conmovida y de contenido escatológico.
Sin embargo, con referencia al
arrianismo, Juliano dio la vuelta a la situación anterior. Si tenía antipatía hacia los cristianos, esta repulsa se centraba
especialmente en los arrianos. Reclamó a Atanasio del exilio y convocó en el 362 el concilio de Antioquía. Aquí fue confirmada
la fórmula nicena de la única ousia, mas al mismo tiempo fue acogida la confesión de las tres hipóstasis —personas—
sostenida por Basilio. Atanasio, en el mismo concilio, venció a Basilio cuando se trató de consagrar obispo de Antioquía,
en vez de Melecio —preferido precisamente por Basilio—, al presbítero Paulino, candidato del patriarca alejandrino.
Juliano, sin embargo, tuvo fastidio por tal éxito de Atanasio y éste debió dejar la ciudad en el mismo 362.
¿Cuál es el juicio que los contemporáneos
de Juliano tuvieron sobre él? En general podemos decir que todos lo juzgaron negativamente. Juliano era un intelectual, es
más, atraído por las formas más elevadas del neoplatonismo. Las clases inferiores —especialmente las rústicas—
no habrían podido seguirlo nunca. Los paganos cultos, por otra parte, sentían repugnancia por el exceso de sus holocaustos.
Los cristianos, de otro lado, mantuvieron
en los debates con el Apóstata un comportamiento de crítica severa y de dura protesta: no faltaron, de hecho, las razones
de temer que su política tuviera éxito, y personajes como Juan Crisóstomo, Gregorio de Nacianzo, Efrén el Sirio..., manifestaron
más tarde su satisfacción por el fracaso de su política.
La desafortunada expedición persa,
en particular, fue punto de mira de la propaganda cristiana. Se sostuvo la total responsabilidad del emperador y se juzgó
como providencial su muerte. Se buscó también la manera de justificar el obrar del sucesor, el cristiano Joviano, que habría
salvado milagrosamente lo poco salvable. Del otro lado, los autores paganos —Eutropio, Libanio, Ammiano, Zósimo—
pusieron en evidencia el hecho de que la muerte de Juliano había inaugurado la etapa de las humillaciones, a partir de aquélla
sufrida por Joviano a causa del deshonroso tratado por él concluido con Sapore. Libanio levantó hasta la duda de una traición,
obrada para dañar al emperador pagano.
43Pensemos que si bien no tuvo un papel brillante el papado en tiempos de Constantino, sin embargo, éste reconoció
una preeminencia sobre los demás obispos al Obispo de Roma. Es más, cuando Atanasio es exiliado de su sede de Alejandría,
busca refugio junto al papa.
44No obstante, ya había hecho acuñar monedas con la efigie de los dos augustos.
45Nos ha llegado la Carta a los atenienses.
46Aquí tuvo que sufrir una mofa por parte de los mismos paganos, reacios a compartir su entusiasmo. Les replicó
con un libelo irónico, El odiador del aburrimiento.
47Confesiones, l. VIII, 2,5.
48La tradición consideró papa no a él, sino a su antagonista, Félix II.
49Pensemos, entre otras, en las Cartas festivas del primero, y en el De Trinitate del segundo.
50Los primeros años de la vida de una persona influyen decisivamente en su futuro; a los seis años asistió al asesinato
de sus padres y de sus primos. Vive una infancia sin padres; siempre guardará un profundo rencor contra Constancio II.
51Es muy posible que en lo profundo de su corazón Juliano fuera cristiano. Si bien fue educado en un ambiente pagano
culto, tiene una gran simpatía por la caridad, por el amor fraterno, así como por el ascetismo; esto ya era una novedad para
un pagano. Tiene un gran deseo de unirse a la divinidad, la cual era única para él; es más, entendía el Sol como una manifestación
de la grandeza de Dios...
CAPÍTULO
XII: DE LA TOLERANCIA A LA RELIGIÓN DE ESTADO
I. El cuadro histórico
También en este período se afirma
una dinastía, esta vez la de los Valentinianos. Muerto Joviano en el 364, el mismo ejército, aún en marcha de retorno desde
Persia, designa al sucesor en la persona del panonio Valentiniano, que, a su vez, asocia al poder a su hermano Valente, dejándolo
en Oriente. En el 367, además, para prevenir maniobras en Occidente, asocia a su hijo Graciano, un niño de sólo ocho años.
Desde este momento asumen una gran
importancia como sedes imperiales en la parte occidental las ciudades de Tréveris y Milán, en las que el cristianismo tuvo
modo de afirmarse más fácilmente, pues el propio Valentiniano y sus hijos fueron de fe cristiana —ortodoxa—. El
Senado —roca fuerte de la resistencia pagana—, sin embargo quedaba en Roma. En la parte oriental, en cambio, la
sede imperial fue Constantinopla, provista de otro Senado —y por ello considerada como la “segunda Roma”—,
ciudad fundamentalmente cristiana desde su fundación, aunque de fe arriana, como la quiso Valente, perpetuando en ello la
elección impuesta por Constancio II.
Valentiniano I se atuvo a una política
religiosa de equilibrio. Pero murió de un ataque circulatorio en el 375, mientras estaba empeñado en defender Panonia de los
Cuados y Sármatas. Aunque Graciano tenía ya 17 años, el ejército proclamó emperador de Occidente —limitadamente a Italia,
Ilírico y África— también a Valentiniano II, hijo que el augusto difunto había tenido con su segunda mujer, Justina,
y que apenas contaba con cuatro años. Ésta era arriana, y su presencia en Milán, en calidad de regente, representó una espina
destinada a afligir por mucho tiempo el corazón occidental del Imperio.
Entre tanto, Valente conducía una
política de favor respecto a los visigodos. Éstos habían sido convertidos al arrianismo por Audio, un exiliado de Constantino,
y ya Constancio II había mantenido buenas relaciones con su obispo Wulfila. Ellos venían presionados por los hunos. Valente,
en el 376 les concedió establecerse más allá del Danubio, en la Tracia —al oriente de Macedonia—. Pero, explotados
por los romanos, los visigodos se rebelaron y en el 378 vencieron y mataron, en Adrianópolis, al mismo Valente, arrojándose
sobre la Iliria y amenazando Italia.
Mas en enero del año siguiente,
Graciano llama al hispano Teodosio para ocupar el trono que quedaba vacío en Constantinopla. Así, en el 379 tiene inicio el
gran viraje imprimido al Imperio por el “cristianísimo” Teodosio. Sin embargo, hasta el 392 él reinará sólo en
Oriente, no faltando, sin embargo, ocasiones de intervenir en la parte reservada al joven hijo de Valentiniano I, también
para defenderle de los usurpadores que le amenazaban.
Ya en el 383, de hecho, Graciano
muere con sólo 23 años, mientras se oponía a Mario Máximo, que se instala en Tréveris. Aquí el usurpador es alcanzado por
el obispo Ambrosio, que le convence de no ir sobre Italia, donde reinaba el aún adolescente Valentiniano II bajo la tutela
de Justina. Tres años después, sin embargo, llevado de la necesidad de defender Panonia de los bárbaros, Máximo llega a Italia.
Justina, con el hijo de 15 años, llega a Tesalónica y pide apoyo a Teodosio, dándole como esposa a Galla, hija suya y de Valentiniano
I. El emperador de Oriente, viudo de la primera mujer —de la que había tenido a Arcadio y Honorio—, se une en
matrimonio a Galla —de la que nacerá la famosa Galla Placidia—. Evidentemente, va contra Máximo, que en el 388
es derrotado en Petavio y, al final, asesinado por sus mismos soldados en Aquileya.
Después de esta victoria, sin embargo,
Teodosio aleja de Milán a Valentiniano II, el cual cuenta ahora 17 años y ha perdido a su madre. Lo “confina”
en Vienne, dejándolo bajo la tutela de Arbogaste. Acercándose a Roma en el 389, presenta en el Senado a su hijo Honorio, lo
cual será un signo premonitorio del destino reservado al último heredero de la dinastía valentiniana.
En Vienne, entretanto, el joven
Valentiniano II conducía una vida toda dedicada a las prácticas religiosas, estando consagrado a la castidad. De hecho, si
no de derecho, le había sido cerrada toda actividad política, tanto que cuando él quiere moverse para defender Italia de un
nuevo peligro bárbaro, Arbogaste se lo impide. El pobre príncipe escribió a Ambrosio como a un padre, pidiéndole ayuda con
su autorizada intervención. El santo obispo se había puesto en camino cuando el mayo del 392 fue alcanzado por la atroz noticia
de que Valentiniano había sido encontrado ahorcado. Al conocer la noticia, la hermana Galla, entonces en Constantinopla —y,
entre otras cosas, en desacuerdo con el hijastro Arcadio— denunció, contra la versión de suicidio, la responsabilidad
de Arbogaste y del mismo Teodosio. Ambrosio pronunció un inolvidable elogio fúnebre, rico en ternura paterna, mas también
en silencios diplomáticos.
Arbogaste, en agosto del 392, hace
aclamar como emperador de Occidente a Eugenio, cristiano, pero sostenido por corrientes paganas. Cuando los dos vienen a Italia,
Ambrosio, para no encontrarlos, se marcha a Bolonia y a Florencia. Teodosio, que entretanto había tomado a su esposa y había
trasladado a Honorio y a Galla Placidia a Milán, se movió en septiembre del 394. Después de una noche transcurrida en oración,
dio batalla sobre el Frígido al ejército “romano” del usurpador, y lo derrotó.
De regreso a Milán, sin embargo,
muere sólo pocos meses después, en enero del 395. Ambrosio pronuncia una oración solemne, bastante meditada, en la que halaga
a Estilicón, “segundo padre” de los dos niños emperadores. La figura del soberano creyente que el gran obispo
delinea en ella, será ya la del mañana.
II. Ambrosio, vir spectabilis
La figura emergente en la Iglesia
del último trentenio del siglo V es, sin duda, la de Ambrosio. Entra en escena —a los 35 años— como obispo de
Milán en el 374, cuando la nueva dinastía está en el poder desde hace diez años. Mas era ya bien conocido por Valentiniano
I, que lo había nombrado gobernador de Aemilia y Liguria —prácticamente de la Italia septentrional—. El alto cargo
comportaba el prestigioso título de vir spectabilis. En una sociedad en la que los grados de dignidad eran tenidos
en gran estima, este título ponía a Ambrosio casi al culmen de la escala social52.
Ambrosio había nacido en Tréveris,
pero después de perder a su padre, que había sido prefecto del pretorio de las Galias, se trasladó, aún niño, a Roma. Aquí
—sería cristiano— había estrechado una gran amistad con los Símmacos, entonces los exponentes más ilustres de
la aristocracia senatorial pagana. En la misma Roma, naturalmente, no le faltaron las amistades cristianas: Probo, por ejemplo
—con el que Ambrosio tuvo estrechas relaciones—, representaba en el Senado precisamente el ala de los creyentes.
Y con el papa Dámaso el joven trevirés había tenido conocimiento. Este pontífice, elegido en el 366 en un tusmultuoso enfrentamiento
con Ursino, ocupará gran parte del período ambrosiano, hasta el 384, cuando le sucederá Siricio (384-399). En la familia de
Ambrosio, especialmente su hermana Marcelina y su hermano Saturo, estaban ligados a la iglesia de Roma, habiendo elegido desde
jóvenes —ya en tiempos del papa Liberio— la vida consagrada.
La elección popular como obispo
fue vista por Ambrosio como una oportunidad de conversión: «El ministro de Dios es exiliado del mundo, fugado de las pasiones,
renuncia a todo». Mas a aquel mundo trató de modelar a su modo.
Profundamente innovadora fue, de
hecho, su concepción del Imperio y del emperador. Ella se manifiesta completamente en el De obitu Theodosii del 395.
Ambrosio narra, en primer lugar, la inventio de la cruz de Cristo por parte de Elena, estableciendo una comparación
—por otra parte, de profundo valor mariológico— entre la madre del emperador y la Madre de Cristo: las dos humildes
—insiste sobre el hecho de que Elena había sido una bona stabularia—, las dos visitadas por el Espíritu
—en la versión de Rufino, en cambio, habría sido el obispo de Jerusalén, Macario, quien guiase a la emperatriz—
y, sobre todo, las dos instrumentos de redención: Visitata est Maria, ut Evam —es decir, la humanidad—
liberaret, visitata est Helena, ut imperatores —es decir, el Imperio— redimerentur. Esta obra de
redención venía simbolizada por el hecho de que Elena había engastado un clavo de la Cruz en la diadema de su hijo Constantino
—significando en ello la devotio, la fides—, y otro en la brida del caballo imperial —con
alusión al justo gobierno—. En un medallón de plata atribuido a Constantino y proveniente de Pavía, el emperador es
representado como caballero que tiene con la mano la brida del caballo, y lleva en su yelmo el anagrama cristiano, expresión
del guerrero augusto e invictus. Los mismos historiadores eclesiásticos —Rufino, Sócrates, Sozómenos, Teodoreto—
concuerdan sobre el carácter guerrero del charisma, presentando los clavos engastados en el yelmo.
Por tanto, Ambrosio innova, formulando
la idea histórica del “emperador cristiano” —Piganiol—. No es el carácter divino de las victorias
lo que más le interesa, sino la naturaleza misma del poder: no sólo es de origen divino, sino que exige la fe del emperador
en Cristo, muerto y resucitado, y, por esto, va ejercido como servicio. De esto derivan, en la concepción ambrosiana, dos
importantes consecuencias. La primera, que la ley civil debe ser sometida a la divina —legem tuam nollem esse supra
Dei legem (escribía Ambrosio en una carta a Valentiniano II)—, donde también se deriva la humilitas de los
emperadores frente a los obispos. La segunda, que el emperador no es dominus frente a la ley; por ello, en casos de
injusticia es deber de los obispos tener la «libertad de palabra». Aquí se recuperaba —transfiriéndolo del Senado al
episcopado y enriqueciéndolo de la nueva espiritualidad— el antiguo valor del control sobre el emperador, y junto a
ello se daba a los súbditos la posibilidad de una libertas que allí mantuviera la cives. Se actuaba en Ambrosio,
spectabilis y episcopus, la continuidad entre tradición política de Roma y renovación cristiana.
Estos principios de Ambrosio los
reencontramos, de modo coherente y personalísimo, en los comportamientos concretos ante el poder imperial. Con los hijos del
difunto Valentiniano I —Graciano y Valentiniano II—, muerto apenas un año después de su elección episcopal, Ambrosio
trató con la confianza y la autoridad de un padre, aunque tal relación se hizo difícil en algunos momentos por la regente
Justina, que era arriana. También arriano era en Oriente el tío de los muchachos; pero con él Ambrosio tuvo poco trato. Fue,
por fin, la fuerte personalidad de Teodosio la que experimentó el decisivo influjo del obispo de Milán, lo cual se debió,
tanto al profundo conocimiento que éste tenía del propio deber sacerdotal, cuanto a la sincera —¿ansiosa?— fe
del emperador.
III. Graciano, el emperador dócil
Graciano, que ya era augusto antes
de la muerte de su padre, se mostró de manera particularmente dócil hacia Ambrosio. Ya Dámaso, sin embargo, había determinado
el comportamiento rígidamente ortodoxo del joven emperador. En el 377, no obstante el contraste con las ideas arrianas de
su tío Valente, Graciano emanaba una ley con la que hacía exentos a los miembros del clero de los munera personalia
—las cargas públicas—53. Cuando muere Valente no espera ni un momento para revocar, en el mismo año 378, las medidas antinicenas adoptadas
en Oriente por su tío: «En seguida —nos cuenta Teodoreto— mandó que los pastores expulsados al exilio hiciesen
retorno... y que las casas de Dios fuesen devueltas a aquéllos que abrazaban la comunión de Dámaso». Sedes importantes como
las de Alejandría —de la que aún otra vez había sido expulsado el viejo Atanasio—, Antioquía y Edesa habían mantenido
los propios obispos católicos.
A reforzar el interés religioso
de Graciano fue su encuentro en Sirmio, todavía en el 378, con el obispo de Milán. A Ambrosio el joven emperador le pide bien
pronto ser instruido sobre la verdad de la fe, solicitando la redacción del De fide y del De Spiritu Sancto.
Los efectos de tal discipulado fueron sobresalientes. Mientras en el arriba recordado procedimiento para la rehabilitación
de los obispo nicenos, Graciano —al decir de Sozómenos y de Sócrates—, sumiso a la tradición liberal del padre,
había también permitido que «cualquiera pudiese seguir la fe religiosa que quisiera», en el 380 abroga, en cambio, el Edicto
de tolerancia, ordenando confiscar todos los lugares de culto de los herejes: la ortodoxia se presenta ahora como una obligación
civil. Este edicto sería reforzado por el famoso Edicto de Tesalónica. Mas entonces ya sería Teodosio el principal artífice
de no sólo éste, sino de otros muchos procedimientos importantes a favor de la Iglesia. Graciano y Valentiniano II irán a
la par, ya que, las más de las veces, las leyes venían promulgadas a nombre de los dos emperadores, sea en Oriente como en
Occidente. Sin embargo, algunas iniciativas serán reconocidas sólo a Graciano.
En una cuestión tan importante
como la del primado del papa, Graciano, en el 381, echa una mano a Ambrosio, convocando en Aquileya también a los obispos
de la Galia para un “concilio” —occidental— destinado a combatir las tesis “antirromanas”
de los arrianos Palladio y Secondino. A la afirmación de éstos —«Dámaso no es sino un obispo más entre los otros»—,
Ambrosio opone una respuesta que corta de raíz todo comentario: «La Iglesia de Roma está a la cabeza de todo el mundo romano».
La influencia del obispo de Milán,
además, hace a Graciano más decidido en eliminar todo residuo de paganismo: si en un primer momento su tolerancia a este respecto
se había inclinado a permitir la tradicional “divinización” del padre, ahora, depuesto el título de pontifex
maximus, revoca financiaciones e inmunidades a todos los sacerdotes paganos y renueva el procedimiento de remoción del
ara de la Victoria del senado. Mas las reacciones suscitadas por tal política y representadas especialmente por la alta personalidad
de Símmaco el orador —al que, entre otras cosas, Graciano se negó a recibir—, hicieron evidente que la resistencia
pagana continuaría aún por más tiempo dando la batalla.
IV. El 384: año de la reacción pagana
La cuestión de los subsidios negados
al culto pagano presentaba ciertamente un interés práctico de enorme relevancia. Mas era en el ara y en la estatua de la Victoria
removida donde el paganismo venía golpeado como en el corazón. A ella —célebre obra de arte entre otras cosas—
se asociaban la certeza del derecho tradicional y una vieja costumbre de fe, que el exclusivismo del Dios de los cristianos
minaba en la raíz. Los senadores, pues, no se resignaron y esperaron el momento oportuno para hacer sentir sus propias razones.
La oportunidad se presentó cuando, muerto Graciano, el hermano de éste, Valentiniano II, se encontró dependiendo en todo de
su madre, Justina. La regente, de hecho, había dado en seguida signos claros de su orientación, poniendo a la cabeza del ejército
a dos paganos, Bauto y Rumoride, y a otro pagano, Pretestato, como prefecto del Pretorio. Tal política tuvo inmediatamente
un privilegiado campo de resonancia a su favor: el ambiente de los intelectuales romanos. Esta intelectualidad prosperó en
medio de las antiguas glorias visibles en el caput mundi54. Entre ella y gran parte de la aristocracia senatorial existía gran comunión de espíritus.
Para representar a todos ellos
en la defensa de las propias convicciones ante el emperador fue elegido Símmaco hijo, en aquel momento prefecto de la Urbe,
mas también experto literato de la gran analística ab Urbe conditae, protector de los literatos. A su interés debe
san Agustín su cátedra en Milán. Así, en el 384 pronuncia en la corte su Relatio III, que ha sido juzgada como «el
canto del cisne de la antigua religión».
Símmaco era lo bastante inteligente
como para darse cuenta que en Roma todo chirrió a causa de su discurso. Estupendas basílicas hacían de marco a un mundo que
ya se abría al futuro; la febril actividad educativa y asistencial de la Iglesia difundía por todas partes una presencia bien
diversamente notada; elocuentes testimonios de fe, como las catacumbas, eran abiertos al público por Dámaso; conversiones
clamorosas comprometían lo compacto de la paganidad aristocrática. Y aquel temible secretario del mismo papa, Jerónimo, que
era el mayor responsable de esas conversiones, se enfatizaba cáusticamente al efecto: “squalet Capitolium”.
Los conservadores debían ser conscientes de la verdad sustancial de tal afirmación: cuando uno de ellos, Paulino de Nola,
acabado literato hacendado de Burdeos, se retiró a la vida ascética en la localidad de Cimitile —Nápoles—, se
dejaron caer amargas consideraciones: «¡Un hombre de aquel ingenio, abandonar el Senado, privarnos de un sucesor!» Precisamente
esto no podía sino hacer más apasionado el discurso de Símmaco. Y quizás habría hecho brecha si no hubiera intervenido Ambrosio
con una impresionante tempestuosidad.
El obispo de Milán, de hecho, envió
en seguida a su secretario a la corte para que le diesen el testo de la Relatio y, teniéndolo, se puso a rebatir por
escrito cada punto. Compuso la Epistola XVIII, dirigida a Valentiniano II, que es para nosotros un testimonio fuerte
del pensamiento ambrosiano55. De inmediato ella llevó la victoria a Ambrosio. La firme determinación del obispo debía inducir a ceder a la regente:
el momento era difícil por la amenaza por parte del usurpador Máximo, y no convenía alejar la benevolencia de quien había
demostrado ser un garante de la dinastía.
V. El brazo de hierro con la arriana Justina
Pero Justina levantó la cabeza
al año siguiente, forzando a Ambrosio a una nueva lucha. La ocasión fue dada por el arriano Mercurino Auxencio, que trasladándose
en el 385 a Milán, pretendía que le fuese asignada una iglesia. Secundándolo, la regente impuso a Ambrosio el dar a los arrianos
la basílica Porciana. Al firme rechazo del obispo, Justina reaccionó convocándolo a la corte. Fue un movimiento fallido, pues
el pueblo, conociendo esto, corrió al palacio imperial, preparando una amenazadora manifestación para sostener a su pastor.
La corte, atemorizada, debió pedir al mismo Ambrosio que aplacase a la multitud. Justina no sólo fue forzada a ceder, sino
a considerar también oportuno retirarse por aquel momento a Aquileya.
Naturalmente, su odio por el obispo,
juzgado por ella como un agitador, crecía desmesuradamente, y vuelta a Milán, hizo que el hijo emanase en el 385 una constitución,
en la que se conminaba la pena de muerte contra cualquiera que osara oponerse al culto de los arrianos. Puesto que Ambrosio
no titubeó en desafiar la ley, la situación se hizo incandescente56.
El mismo Auxencio, temiendo que
también esta vez todo terminara en nada, propuso que el caso fuese sometido a un tribunal de notables. El deniego de Ambrosio,
comunicado directamente al joven emperador, sonó como una enérgica enunciación de un principio: «Tu augusto progenitor ha
sancionado con ley que sólo los sacerdotes pudiesen juzgar a los sacerdotes». Para evitar lo peor, fue enviada entonces al
palacio episcopal una carroza para que pudiera alejarse de Milán. Mas Ambrosio no se plegó a tal acto de vileza, y, por toda
respuesta, se dirigió a la iglesia en contienda para atrincherarse con el pueblo. Fueron días de terrible tensión, mas de
ellos el gran obispo tuvo aquella emoción que le hizo componer sus mejores himnos y transformar la inacostumbrada acogida
de fieles en una asamblea exultante. Sólo la fuerza habría podido “liberar” la basílica. De hecho vinieron destacadas
fuerzas militares de soldados godos. La ciudad entró en agitación. Mas aquellos soldados, penetrando en la iglesia, quedaron
impactados por el sermón de Ambrosio y abandonaron la causa de la emperatriz. A ésta no quedó más remedio que someterse a
la autoridad del obispo.
Si esto no bastase, debió afrontar
la amenazadora intrusión del usurpador, Máximo, que había escrito a Valentiniano II para reprocharle —hipócritamente—
la ofensa acarreada a la autoridad religiosa. Mas también esta vez intervino Ambrosio, acercándose a Tréveris, donde sin embargo
tuvo un encuentro tempestuoso con el usurpador: Máximo no le recibió en privado, sino en el Consistorium, y Ambrosio
rechazó altivamente su abrazo, golpeándolo con la excomunión por los hechos concernientes a Prisciliano, del que hablaremos
en breve.
Está claro que la importancia de
tales acontecimientos va más allá del aspecto accidental de la contienda. Ahí está la extraordinaria capacidad de Ambrosio
para comunicar con el pueblo, lo cual se impone como elemento primario del papel histórico del gran obispo de Milán. Con aquel
pueblo se aliaron dos fenómenos fundamentales de la edad tardoantigua: la creciente depauperación de las masas y la “democratización”
de la cultura. En las relaciones entre estos problemas, la acción del aristocrático episcopus no fue irrelevante ni
tan sólo aparente: las monedas de oro por él distribuidas —y con las cuales los adversarios dijeron que él había comprado
su defensa— no pueden hacernos perder de vista el animus que determinó el profundo comportamiento de Ambrosio
frente a la riqueza, y que lo condujo a ser creador de cultura para el pueblo. Tal animus brotaba del hecho de que,
en realidad, Ambrosio se sentía, ante todo, sacerdote.
Él, también relacionado con tantos
mercatores ricos, tuvo una concepción rigurosa de las riquezas —divitiae—. Precisamente el resaneamiento
de la economía, basada sobre el solidus constantiniano, había determinado en aquella edad un gran crecimiento de la
capacidad económica de los potentiores. Y Ambrosio acepta con realismo esta riqueza, asignándola una finalidad totalmente
cristiana. Aquí Ambrosio —y la Iglesia en general— revolucionaron la concepción antigua de la oikonomia.
En la limosna, el obispo de Milán indicaba no sólo el modo cristiano de emplear la riqueza, sino también un instrumento de
redistribución de los bienes, puesto que, de otra forma, los bienes serían gozados sólo y exclusivamente por aquéllos más
favorecidos y disipados. Estaba maduro un cambio radical de mentalidad. Muchos cristianos liquidaban en bloque sus bienes
para dar primacía a los bienes del espíritu. A infundir estos valores contribuyó Ambrosio también con la creación de un arte
para el pueblo. Su iconografía arrastró a las masas. Las decoraciones de la basílica ambrosiana fueron expresión de espiritualidad:
el santo obispo las equipó de inscripciones, las cuales quedaron como documento de una pedagogía maravillosamente armonizada
con “lo bello”.
VI. Prisciliano y la tentación encratita
Los años de reinado de Graciano
y de Máximo fueron testigos de unas vicisitudes que agitaron mucho las iglesias de Hispania y de la Galia, y en sus relaciones
el mismo Ambrosio desarrolló un papel muy lejano de la indiferencia. Se trata del movimiento surgido en torno a la figura
de Prisciliano, obispo de Ávila, que sostenía una práctica rigurosa contra el matrimonio. Abstinentes llamó Filastrio57 a sus seguidores. Sulpicio Severo58 reconocía que era una doctrina deforme con respecto a la de la Iglesia oficial, mas al mismo tiempo esbozó de ella
un perfil moral positivo. La virtud de su enseñanza ejercía una fascinación excepcional, contribuyendo a hacer crecer —en
Hispania y en la Galia— el número de los prosélitos de Prisciliano. También algunos obispos siguieron al colega de Ávila,
lo cual provocó una reacción implacable en el resto del episcopado de Hispania, también alimentada por una buena dosis de
rencor.
En el 380, un sínodo reunido en
Zaragoza condenó a los priscilianistas e indujo al emperador Graciano a confirmar la condena con un rescripto. Los obispos
depuestos se volvieron al papa Dámaso, que, sin embargo, no quiso recibirlos. Análogo fue el comportamiento de Ambrosio. Mas,
poco tiempo después, el obispo de Emérita, Idacio, convenció a Graciano a reintegrar a los herejes en sus sedes episcopales.
Esto no hizo sino exasperar a los adversarios, hasta tal punto de provocar la condena a muerte de Prisciliano y de sus obispos,
firmada por el emperador Máximo en Tréveris en el 385, por el delito de malefitium. Ambrosio consideró como inhumana
tal condena, y no titubeó en desautorizar a Máximo y a los obispos “católicos” solidarios con él.
Tal acontecimiento revistió una
importancia particular en cuanto expresión de un movimiento, el encratita —de enkrateia: “continencia”—,
que afligió por mucho tiempo a la Iglesia, también surgido por las exigencias morales advertidas en el seno mismo de la ortodoxia.
Floreciente ya en el siglo II, especialmente en Alejandría y en Siria59, llegando a ser en el siglo III motivo inspirador de una literatura apócrifa60, el encratismo había dado vida en el siglo IV a fuertes corrientes espirituales en los alrededores del ascetismo monástico.
Epifanio de Salamina denunciaba la ideología dualista61, Basilio62 condenaba el comportamiento cismático; mas, sobre todo Ambrosio63 detectaba el verdadero núcleo doctrinal: la transgresión de Adán habría instaurado el ciclo genesis-phthotà-thanatos,
de tal modo que el matrimonio no sería sino un sordidum et contaminatum opus.
De esta concepción encratista resultaron
impregnados los escritos priscilianistas64. Ellos, quedándose también en la perspectiva creacionista bíblica —y por tanto excluyendo un explícito dualismo
maniqueo—, denunciaron en la morada corpórea del alma una condición de decaimiento, del que el matrimonio sería la máxima
expresión. En el fondo hay en estos escritos un cambio sustancial de perspectiva —avalada con fuentes apócrifas—,
que transfiere sobre el plano de la actualidad lo que en el texto evangélico es la condición de los resucitados, similares
a los ángeles.
Fue esta visión antropológica distorsionada
de los priscilianistas la que suscitó las severas reservas de un Martín de Tours, de un Ambrosio, de un Dámaso. Es reductiva,
por tanto, la opinión de quienes —Badut, Schutz— imputan todo a las maquinaciones de los obispos enemigos e individúa
la peculiaridad del movimiento priscilianista en el rigorismo y ascetismo, tomados del monacato contemporáneo. En tal caso,
ni Martín, ni Ambrosio, ni Dámaso, todos seguidores fervientes del ideal ascético, habrían tenido nada que criticar. Estos
hombres de Iglesia —y probablemente los mismos acusadores de Hispania— debieron más bien intuir los peligros que
se escondían en esta doctrina y que de hecho se revelaron en su desarrollo, cuando, por la fuerza del dualismo antropológico,
se consideró al “espíritu” como irresponsable de las cosas nefandas del “cuerpo”.
Más allá de los aspectos teológicos,
queda, de todos modos, el hecho de que Prisciliano cargó con una atmósfera atormentada aquel siglo, ya presa del ansia, y
que ha sido juzgada por P. Brown como «edad de la angustia». Él era, sí, un aristócrata, pero sus escritos estaban bien lejos
de la lección de los “bellos clásicos”, tenían fácil resonancia en la sensibilidad popular y podían atraer a una
aristocracia “provincial” —la de Hispania— proclive a un cristianismo intransigente. Desde este punto
de vista, Martín de Tours —que representaba la voz de los campos galicanos— estaba próximo de las plebes priscilianistas
más que Ambrosio, hombre de espíritu ciudadano y de cultura aristocrática65. Y a Ambrosio se le oponía Prisciliano en una perspectiva de “historia profética” llamándolo vir spectabilis,
esto es —quería decir—, hombre honrado por los potentados, rodeado de negotiosi homines. En realidad, sin
embargo, no Prisciliano, sino el vir spectabilis, llegaba a golpear en el fondo a la civilización pagana, por haber
sabido “bautizar” los elementos aún válidos. Y, en cuanto a la turbación producida por Prisciliano en la Iglesia
de Hispania, le tocó también a Ambrosio ingeniar una pacificación eficaz.
VII. Teodosio, «soberano no por
el reino, sino por la fe»
Así es como Paulino de Nola, sintetizando
el nuevo ideal del optimus princeps, definió al emperador Teodosio. En efecto, la política religiosa de este gran reorganizador
del Imperio, no sólo ocupó un puesto primario, sino que tuvo también como objetivo la salvaguardia de la fe, imponiéndola
según la formulación nicena y no permitiendo la coexistencia ni con el paganismo ni con la herejía. Un proyecto anunciado
de modo categórico justo después de la toma del poder, con el Edicto de Tesalónica, en el 380; y en seguida puesto
en acto con una nutrida serie de medidas legislativas66, aparte de numerosas iniciativas y tomas de posición.
En cuanto al paganismo, ante todo
Teodosio se empeñó en clausurar, considerándolo abominable, cualquier forma de manifestación, incluso privada. Así, en las
ciudades, los gloriosos templos cerraron por fin sus puertas, y ningún sacrificio se elevaba al cielo sino desde las basílicas
cristianas. Pero el paganismo, en cuanto fenómeno social y de mentalidad, tenía en los campos sus raíces más tenaces; y en
cuanto a expresión del viejo ideal político, tenía en la clase senatorial y en la intellighentia romana su roca fuerte,
su centro de resistencia. Erradicar las primeras evidentemente que nunca podría haberlo hecho Teodosio —quizás éste
es el gran problema histórico de las supervivencias reveladoras de los “sustratos” de las civilizaciones—.
Mas en referencia a aquella roca fuerte, la acción del emperador cristiano se desplegó in crescendo, hasta culminar
en enfrentamiento armado, consumado en el 394 en el Frígido.
Habíamos dejado la protesta de
los aristócratas de Roma en el punto en el que el discurso acalorado de Símmaco a Valentiniano II había acabado, con la actuación
de Ambrosio, en una decepcionante retirada. Sin embargo, la toalla no se había arrojado. La primera ocasión para reiterar
sus súplicas se presentó a los paganos cuando Teodosio, derrotado el usurpador Máximo, se detuvo por algún tiempo en Occidente
y en el 389 quiso visitar Roma. El emperador se acercó al Senado y aprovechó para presentar ante los senadores a su hijo Honorio:
un signo, éste, ciertamente para considerar en las relaciones de la vieja institución; aunque engañosamente hizo esperar en
una acogida, al menos parcial, de las instancias paganas. La intransigencia de Teodosio, en cambio, aplazó la partida para
tiempos “mejores”. Y pareció que éstos finalmente llegaron cuando el usurpador Eugenio se atrevió a venir a Italia.
Un entero frente anticatólico se estrechó en torno a él, formado desde los paganos del Senado y las tropas bárbaras, hasta
los cristianos de la herejía arriana y del África donatista. El altar de la Victoria retornaba al aula y un vuelco legislativo
daba la revancha a los sostenedores del nuevo augusto. El entusiasmo de aquéllos se elevó a tal punto, que, sobre la base
de los oráculos paganos, se pronosticó como inminente el fin del cristianismo.
La hora del destino sonaría en
el combate del Frígido. La historiografía —Rufino— recoge la espectacularidad dramática de la vigilia: en el campo
cristiano está Teodosio, el cual ora, ayuna y pide ayuda a los mártires y a los apóstoles; en el campo del adversario se sacrifican
las víctimas y se interroga a las vísceras. Al día siguiente la batalla fue favorable a Teodosio —un viento fuerte devolvía
las flechas contra el campo enemigo—, y así el cristianismo vencía en su “definitiva” batalla contra el
paganismo. Se habló de milagro. En realidad, el irreversible curso de la historia no habría podido sino aplazar un poco más
el momento de la victoria final. Ésta estaba, de hecho, ya inscrita en la “misión” que la Iglesia había asumido
frente al mundo de entonces, es decir, en los enfrentamientos con el mismo Imperio. Los ideales “ecuménicos” habían
animado profundamente en el pasado la acción jurídica de Roma. Sin embargo, con el correr de los siglos, la iustitia
cristiana había venido a salvar un imperio corrupto; y éste era también el sentimiento de Ambrosio —así como de los
obispos más iluminados— en la renovación de la misión ecuménica de la ciudad eterna mediante la catholicitas
de la Iglesia.
Teodosio supo colocarse con admirable
adherencia histórica en el punto exacto en el que venían a fundirse así romanitas y christianitas. Ninguna otra
cosa, sino la conformidad a los dictámenes de Dios, habría podido rendir iusta una lex. Y había, en la búsqueda
de esta iustitia, una aspiración atormentada, una sed de certezas tranquilizadoras y provocadoras de paz. En la adhesión
a la Iglesia Teodosio y otros emperadores, con él y después de él, creyeron sinceramente satisfacer esta íntima necesidad
del alma. Ellos mismos, por tanto, debían ser pii viri. Por tanto, el triunfalista Constantino, de eusebiana memoria
haciendo las veces de Cristo, había cedido el puesto a una nueva e ideal concepción del poder; y Ambrosio, teorizándola, la
recogía y la confiaba al futuro.
Christianus plenamente intra Ecclesia, Teodosio no pensó en absoluto en arrogarse para sí
la autoridad y las competencias reservadas a los obispos; mas, fidelísimo creyente en las verdades de fe por ellos definidas,
consideró como su deber de emperador —servitium ad salutem omnium— el sostener enérgicamente tales verdades
—así como a los pastores de la Iglesia—. En defensa de la fe nicena cayeron las condenas y las amenazas de pena
contra todas las formas de herejía. Por eso, los más inflexibles adversarios de la herejía arriana —que era la que,
junto al maniqueísmo, le preocupaba mayormente— tuvieron su veneración incondicional: Dámaso en Roma, Ambrosio en Milán,
Hilario en Poitiers, Victricio en Rouen. Y en Constantinopla, antes aún de que él mismo se instalase allí después de su nombramiento
como augusto, quiso como obispo a Gregorio de Nacianzo.
Una premisa, esta última, que habría
debido garantizar el concilio que, precisamente en Constantinopla, apenas un año después (381), estaba destinado a completar
el Credo de la Iglesia universal con la fórmula pneumática. El concilio alcanzó —a pesar de los contrastes— el
objetivo, pero no por obra de Gregorio, cuya presencia provocó, desde los inicios, ásperas polémicas. La primera a propósito
de la sede de Antioquía, en la cual, muerto Melecio, Gregorio había propuesto que fuese reconocido el ya consagrado Paulino;
mas los padres conciliares eligieron a Flaviano, perpetuando así una situación de cisma. Después se puso en cuestión la misma
validez del nombramiento de Gregorio: los egipcios fueron los que la contestaron con más fuerza, y con ellos el representante
de Roma. El papa Dámaso, de hecho, estaba convencido de que Gregorio, precisamente por los cánones nicenos, no podía ser trasladado
desde la sede originaria —la oscura Sasina— a la de Constantinopla. Gregorio, indignado y afligido, abandonó el
concilio y, poco después, la misma cátedra constantinopolitana, dejándonos un escrito memorable, bastante desolador, sobre
el nivel cultural y religioso de aquel tribunal. En realidad, él era un gran hombre de Dios y un profundo y brillante teólogo,
pero le faltaba absolutamente el sentido práctico.
Incluso al exterior del mismo concilio
hubo quien se lamentara: Ambrosio, desde Milán, protestó de que, a causa de la ausencia total de los occidentales, «se había
infringido en aquella ocasión la unidad de la Iglesia». Más allá de las polémicas ocasionales, no había en Ambrosio otro empeño
sino aquél que pertenecía a la verdadera grandeza de la Iglesia en los siglos: lo compacto de su trabazón y lo granítico de
su doctrina. En referencia a este valor esencial, se hacía fundamental la exaltación de la dignidad del obispo, así como su
plena autoridad y autonomía del poder político. De aquí brotó la indiscutible autoridad de Ambrosio, que a veces subyugó hasta
la fuerte personalidad de Teodosio.
VIII. Teodosio, el emperador sumiso a su obispo
Nuestro emperador tenía un temperamento
fácil de encenderse cuando cualquier cosa fuera por él considerada como reprochable. En consecuencia, él estaba inclinado
a hacer justicia de modo desconsiderado. Fueron dos las ocasiones de este género que provocaron la contrariedad más clara
en el obispo de Milán, creando fuertes tensiones entre los dos personajes. El hecho de que en ambos casos el emperador se
plegase se explica, paradójicamente, en la coincidencia de la concepción que uno y otro habían profundamente asimilado en
relación con la Iglesia. En Teodosio una viva aspiración a vivir de modo conforme a la sanctitas Dei provocaba que,
así como primero pudiera brotar la ira justiciera, de la misma manera después surgía un fuerte impulso para profesar humilitas
delante del representante de Dios. Sólo el teórico reconocimiento de la superioridad de la Iglesia sobre el Estado —y
aún más, el cálculo político—, no habrían hecho frente a la violencia de la lucha interior que, sin embargo, comportaba
el repliegue. Cuanto más el peso que pudo tener en ello el prestigio personal del ilustre miembro de los Anicios..., ello,
si no por excluir del todo, no pudo ser considerado como un factor determinante. Por su valor emblemático, los dos hechos
merecen ser —aunque sea brevemente— narrados.
El primero se dio en el 388. El
año anterior, en Calínico, una ciudad sobre el Éufrates, algunos cristianos fanáticos habían incendiado la sinagoga. El emperador,
también cristiano, sin embargo consideró que ello constituía un acto injusto, y ordenó que dicha sinagoga fuera reconstruida
a expensas del obispo local y de su comunidad. Mas esto no gustó a Ambrosio, que escribió a Teodosio de manera bastante decidida:
«¡Allí habrá, entonces, un templo de los inicuos judíos, construido a expensas de la Iglesia!» Semejante expresión parece
ofender nuestra sensibilidad, pero ella, en el contexto de las múltiples atenciones que el obispo de Milán —precisamente
en contraste con tanto antisemitismo que albergaban algunos cristianos— tuvo en las confrontaciones de los judíos, se
revela como dictada por otro sentimiento: por la preocupación de que no se abrieran brechas en un edificio eclesial aún demasiado
débil y amenazado, precisamente entonces, por la atracción que el culto hebreo ejercía sobre muchos cristianos. De todos modos,
también cuando el emperador pareció dispuesto a mitigar el castigo, Ambrosio fue intransigente en imponerle una retractación
completa y esperó a que Teodosio — aquel año presente en Milán— se presentase en la iglesia para definir con él
la cuestión ante el pueblo de Dios. Se desarrolló entonces un dramático coloquio público entre el obispo y el emperador, el
cual, finalmente, capituló67.
El segundo episodio concierne a
un caso todavía más grave. Era el año 390. En Tesalónica comandaba las fuerzas armadas auxiliares el godo Buterico, el cual,
en consonancia con la legislación sobre las buenas costumbres, hizo arrestar a un homosexual. Mas aquél era un auriga sumamente
predilecto de la gente, por lo que una gran multitud se sublevó contra el godo, terminando por asesinarlo. Esto irritó terriblemente
al emperador, el cual, preso de cólera, dejó carta blanca a la venganza de los godos. Estos escogieron el momento de un espectáculo
deportivo e irrumpieron en el circo, abarrotado de gente, dándose a la masacre. Unos siete mil ciudadanos habrían sido muertos,
según las estimaciones de Teodoreto, Sozómenos y Paulino. Esta vez fue toda la opinión pública la que quedó conmocionada por
el acontecimiento. Ambrosio quedó tan profundamente turbado, que ni siquiera se sintió con fuerzas de encontrarse con Teodosio,
que en aquellos días se encontraba también en Milán. Es más, se alejó de la ciudad y, en el silencio del campo, pudo reflexionar
largamente. Entonces escribió al emperador una carta afligida pero firme68: «Si dices: “He pecado contra el Señor...”, el Señor te perdonará el pecado y no morirás». Las palabras
de Ambrosio tocaron profundamente el ánimo de Teodosio, el cual, la noche de Navidad, se presentó en la iglesia como penitente
a los pies del obispo.
Se note, sin embargo, que en la
corte no faltaron dignatarios adversos a Ambrosio, denunciándole de intromisión. Tanto es así, que en cierta ocasión el mismo
Ambrosio tuvo que lamentarse, presentando al emperador una protesta formal: «A mí sólo he visto sustraído el derecho de escuchar
y tomar la palabra en tu Consejo». Esto valga para disipar la impresión de que todo, en aquel momento, se desarrollase según
un modo uniforme de ver. Sólo los grandes han interpretado en cada tiempo el profundo sentido de los acontecimientos.
52Se piense que también los comites, funcionarios importantes del Imperio —cubrían competencias particulares
en el comitatus (ejército móvil, acuartelado en las cercanías de las ciudades, distinto del “limítrofe”,
formado por campesinos-soldados y de estancia cercana a las fronteras), en el consistorium (el Consejo de la corona),
en la Corte imperial, en la administración civil (por ejemplo: comes rerum privatarum, comes sacrarum largitionum)—,
los cuales constituían una especie de nueva nobleza, le eran, sin embargo, inferiores en grado. Después de los comites
se subía a través de los perfectissimi y de los eminentissimi, títulos concernientes al ordo equestre,
para llegar a los fastos del ordo senatorio. En el interior de este último se sucedían en orden creciente los clarissimi
—senadores— y, precisamente, los spectabiles —gobernadores y camarlengos—; más altos estaban
sólo los illustres —cónsules y detentores de los otros mandos militares y civiles referentes a todo el Imperio—.
53Este edicto, entre otras cosas, nombrando expresamente «presbíteros, diáconos, subdiáconos, exorcistas, lectores
y ostiarios», permite conocer la organización interna de la Iglesia de aquel tiempo.
54De autores clásicos como Apuleio y Livio venían producidas cuidadas ediciones, de las que Crispo Salustio y Nicómaco
Flaviano eran, respectivamente, los principales estudiosos. Hasta los griegos Platón y Plotino constituían el objeto de un
apasionado filólogo como Mallio Teodoro. El mencionado Pretestato figuraba como protagonista en los Saturnalia de Macrobio,
que, exaltando la unidad de lo divino, daban a la posteridad un paganismo en su forma más elevada.
55«Los trofeos de las victorias no se encuentran en las vísceras de las ovejas, sino en el vigor de los combatientes».
«Yo, Roma, tenía una sola cosa en común con los bárbaros: no conocía al Dios verdadero». «Aquél que vosotros buscáis a través
de hipótesis, nosotros lo hemos tomado por cierto en la Sagrada Escritura». Años después la respuesta sería puesta en versos
por Prudencio en el Contra Symmachum.
56Podemos seguir el desarrollo de los acontecimientos gracias a dos cartas que Ambrosio escribió en aquellos días,
así como al Sermo contra Auxentium, pronunciado en uno de aquellos dramáticos momentos.
57Obispo de Brescia, activo en la segunda mitad del siglo IV y autor de una obra sobre las herejías.
58Aristócrata convertido al ascetismo riguroso y fustigador del clero “mundano”, no podía quedar insensible
frente a las virtudes de Prisciliano, su contemporáneo. Sin embargo, las páginas dedicadas al obispo de Ávila en su Crónica
hacen resaltar —a través del contraste con san Martín (que es el tipo ideal del monje para Sulpicio Severo)— lo
negativo de esta figura discutida.
59En Siria, Taciano había definido el matrimonio como «fornicación y corrupción».
60Son de destacar los Hechos de Tomás.
61Ésta viene recogida en la afirmación de que el diablo sería el autor del gamos. Epifanio, además, destacaba
el uso de escrituras apócrifas, y entre los grupos adeptos al encratismo, señalaba a los adamianos, los cuales creían restaurar,
con el rechazo del matrimonio, la situación adámica antes del pecado original. Este último concepto, sin embargo, estaba parcialmente
presente también en la Iglesia ortodoxa, la cual consideraba que, sin la transgresión de Adán, la institución matrimonial
sería actuada en condiciones bien distintas.
62En el 374 y en el 375 había sido obligado a ocuparse de los encratitas —Epp. 188 y 189—. Fue
el concilio de Gangres, en el 340, el que adoptó severas medidas disciplinares contra formas extremas de ascetismo, juzgadas
incompatibles con una correcta práctica cristiana. Incluso Teosodio condenará con edictos a los encratitas.
63En el De peccato Adae et Evae, obra escrita entre el 363 y el 384.
64Precisamente el encratismo, y no la herejía de Manes —según la acusación más recurrente de los contemporáneos—,
está presente en el priscilianismo. Lo demuestran especialmente el Liber Apologeticus y el Liber ad Damasum Episcopus.
65Hasta Agustín lo veía como «hombre feliz según el mundo».
66Código Teodosiano —especialmente XVI 5,6-24— y otras fuentes. 67La narración está en la Ep. XLI de Ambrosio. 68Ep. LI.
LECTURAS PARA EL TERCER
DÍA:
DESDE PÁGINA 31, HASTA FINAL DEL DOCUMENTO.
CAPÍTULO
XIII: MIENTRAS ROMA DECLINA (395-430)
I. El cuadro histórico
Todavía una llama iluminó el período
que tomamos ahora en consideración: es la de Agustín. Tiene de particular que ella se encendió en la antorcha de Ambrosio
—era el año 386 cuando el joven rector se convirtió, experimentando la fascinación por el obispo de Milán—, para
después hacer luz en la época siguiente —a partir de su pontificado en Hipona en el 396—.
Esta edad fue distinta de la teodosiana.
Ya no habrá más un imperio sabiamente reorganizado y enérgicamente unido por la mano firme de un gran emperador cristiano.
Habrá dos princeps pueri, Honorio y Arcadio, sentados en el trono respectivamente de Occidente y de Oriente; y un vándalo,
Estilicón, su parens, empeñado sin éxito en evitar la fractura entre las dos partes del Imperio y en cortar el flujo
bárbaro, que desde el Danubio y el Rhin comenzaba a precipitarse sobre las regiones occidentales. Tales condiciones se traspasaron
al tejido social, económico y cultural, agudizando las diferencias entre las dos partes. Más pobre la occidental, expuesta
a peligros y a profundos cambios de costumbres y de mentalidad, y siempre más desarraigada de un Estado débil e impotente.
Más abastecida de recursos económicos la pars oriental, aún respetada por los bárbaros y resistente —por la fuerza
del poder central— a impulsos disgregadores.
Estos fenómenos disgregantes ahondaron
el foso entre las dos iglesias: más marcadas llegaron a ser las diferentes “vocaciones” teológicas —especulativa
la oriental y práctica la occidental—, y se diversificaron las competencias pastorales, inéditas especialmente para
los obispos de Occidente, que se encontraron de frente al resurgimiento de nuevas culturas, de iglesias nacionales y de problemas
de “suplencia” del Estado; una suplencia que, sin embargo, reforzó la autonomía y la autoridad de los mismos obispos,
al contrario de cuanto sucedía a sus colegas orientales, siempre más supeditados al poder imperial.
1. Disgregación de Occidente
Los bárbaros fueron los que animaron
de manera muy particular la escena de este período. Contra su amenaza reaccionó Oriente enérgicamente. También su Iglesia69. Todo hizo que los bárbaros considerasen más oportuno tomar el camino de Occidente. En un primer momento, los godos
de Alarico fueron vencidos por Estilicón en el 402 en Polenzo y en Verona; los ostrogodos de Radagaiso también fueron detenidos
—después de una batalla en Fiesole en el 406—. Pero precisamente el último día del año 406 se verificó una verdadera
inundación de bárbaros: suevos, alanos, vándalos, burgundios. Para detenerlos, Estilicón había pensado estrechar un foedus
con Alarico, pero esto le procuró la acusación de traidor —“semibarbarus proditor” lo llamó el presbítero
Orosio— y la muerte en el 408. La consecuencia fue que los germanos tuvieron vía libre. En el 410 Alarico saquea Roma,
y en el 412, su sucesor, Ataulfo, lleva a los visigodos a la Galia meridional, donde, en el 418, Valia establece el estado
de Tolosa. Entretanto, ya en el 411, se daba la instalación de los burgundios en la misma Galia, y de los vándalos y suevos
en Hispania. Se trataba de aquéllos que habían sido considerados foederati; verdaderamente cambiaron el rostro de los
territorios ocupados por ellos, dando también vida a una economía decadente. Poco antes, en el 410, Bretaña se había separado
del Imperio, con la constitución del estado celta de Armórica.
La situación era ya incontrolable,
y empeoró una vez que en Rávena —ya capital de Occidente— murió en el 423 Honorio, al que sucedió —bajo
la tutela de la madre, Gala Placidia— Valentiniano III, un niño de apenas dos años, hijo de Constancio III —el
general asociado al trono por Honorio mismo y desaparecido prematuramente—. Mas precisamente la augusta Gala Placidia,
no obstante su fuerte personalidad heredada de su padre Teodosio, no pudo evitar que continuase aquella expansión de los bárbaros,
que alcanzaron también África en el 429 cuando desembarcaron los vándalos de Genserico.
Este desastre del Imperio puso
también gravemente en peligro la obra de evangelización que la Iglesia había empeñado en los siglos precedentes. A tal respecto,
la acción “disgregadora” de los bárbaros fue considerada más peligrosa por el hecho de que éstos venían frecuentemente
acogidos como liberadores de las masas oprimidas por la política fiscal de Roma y por los abusos de los honestiores.
Por tanto, no sólo se desarrollaron movimientos de profunda rebelión social —los bagaudes en la Galia, los circunceliones
en África—, sino también tuvieron fácil juego arrianos y donatistas, señalando en la Iglesia la principal cómplice del
gobierno imperial y de los “señores”, y agrupando de este modo a bárbaros y pobres del campo en un único frente
anticatólico, el cual, en África especialmente, se encarnizó con despiadada persecución.
Precisamente desde África, Agustín
había levantado su aguda mirada sobre el escenario total de la «ciudad del hombre» en disolución: en la profunda concepción
de la Civitas Dei él había encontrado —para los hombres de su tiempo y por aquellos acontecimientos— un
invencible motivo de confianza en la historia. Y lo había sacado a la luz para aliviar ante todo las llagas de sus africanos
—donatistas incluidos—, con una incansable acción pastoral e intensa obra de persuasión. Quizás ésta su fe debió
tocar el culmen cuando en el lecho de muerte, en el 430, los rumores que le llegaban de la Hipona asediada le dieron la percepción
dolorosa —para el todavía romano— de que la escena de aquél mundo estaba de veras pasando.
2. La pars oriental
En Oriente, sin embargo, se respiraba
otro clima. No angustiaban preocupaciones de supervivencia, la Iglesia oriental vivía una estación de vivas disputas doctrinales,
mas también de ásperas contiendas, que, por lo más, venían animadas por la intervención de la autoridad estatal. Ya en el
397, a la muerte de Nectario —sucesor del Nacianceno—, el ministro Eutropio impuso en la sede de Constantinopla
a Juan Crisóstomo contra el candidato de Teófilo, obispo de Alejandría (385-412). Mas este último no se dio por vencido y
trató de acrecer su propia autoridad —también temporal— excitando el sentimiento nacionalista de los egipcios,
así como movilizando el fanatismo de los monjes contra los últimos vestigios paganos70 y contra la comunidad judía. Cuando después Crisóstomo, por su celo moral, perdió el favor de la emperatriz Eudoxia,
esposa de Arcadio, Teófilo lo hizo condenar por el sínodo de la Quercia en el 403. Aunque el santo obispo fuera reclamado
con furor por el pueblo y reivindicase con fuerza la superioridad del oficio sacerdotal sobre el poder político, fue definitivamente
exiliado al Ponto, donde murió poco después, en el 407.
En realidad, el emperador de Oriente
actuaba de verdadero jefe de la Iglesia, regulando incluso las funciones litúrgicas y controlando las costumbres del clero
y de los monjes. Cuando después, en el 408, subió al trono el joven Teodosio II, intensificándose el aura de sacralidad que
cubría la persona del emperador, vino a crearse también en la corte un apasionado interés por las cuestiones estrictamente
religiosas.
Así se asiste a un creciente fervor
intelectual en torno a las máximas cuestiones de teología —entonces la verdadera reina de la cultura—. Notabilísimo
fue el prestigio asumido por las escuelas de las distintas iglesias: además de aquellas más eminentes de Alejandría, Antioquía
y Constantinopla —a la que también se reservaba la primacía jurídica—, dieron una gran contribución doctrinal
las iglesias de Éfeso, Jerusalén, Edesa —de cultura siríaca—, Ciro —con Teodoreto, uno de los máximos historiadores
del siglo—. Las grandes —y frecuentemente contrastadas— elaboraciones teológicas encontraron salida en dos
concilios decisivos del período siguiente.
En un contexto así de vivo, Roma
era atendida cada vez menos. La Iglesia de Occidente, por otra parte, tuvo que interesarse —entre tantas preocupaciones
cotidianas— de otras cuestiones teológicas, ligadas más bien a aspectos “prácticos” —como la controversia
origenista y el pelagianismo—.
II. La controversia origenista
Los principales protagonistas de
esta controversia fueron dos personalidades notables de Occidente: Jerónimo y Rufino. Habían sido amigos desde la infancia,
mas encontrándose ambos en Palestina, tuvieron ocasión de entrar en polémica; una polémica que repercutió en Roma de manera
desmesurada.
La ocasión había sido creada por
Epifanio de Salamina, el cual también se encontraba en Palestina en el 393. Este obispo estaba convencido de que los escritos
de Orígenes, el gran teólogo alejandrino del siglo III, contenían errores teológicos —como las aserciones sobre la inferioridad
del Hijo respecto al Padre y la preexistencia de las almas respecto a los cuerpos—. Se trataba de una cuestión de interpretación,
ya que otros teólogos ilustres, en cambio, habían profesado —y profesaban aún — admiración por Orígenes: así Atanasio
de Alejandría, Eusebio de Cesarea, Basilio de Cesarea, Gregorio de Nacianzo, Evagrio Póntico, los monjes egipcios y palestinos
y, quizás en el mismo Occidente, Vitorino de Petovio, Hilario de Poitiers, Ambrosio; y, precisamente entonces, también Juan,
obispo de Jerusalén, donde Epifanio había osado predicar.
Fue probablemente la crecida del
consenso que tal predicación suscitaba lo que indujo a Jerónimo —en el pasado traductor de diversas obras de Orígenes,
al cual había ensalzado como “ingenio inmortal”— a disponerse con Epifanio. Rufino, al contrario, permaneció
firme en su admiración por Orígenes, y por eso fue injustamente atacado por Jerónimo; se turbó mucho por el cambio tan drástico
de su amigo y, de vuelta a Roma, trató de defender su propia causa ante el papa Siricio —que ya había sido informado
de la controversia—. Se dispuso, además, a traducir la obra mayor de Orígenes, el tratado Sobre los principios.
Desde Belén Jerónimo reaccionaba enviando varias cartas polémicas y otra traducción del mismo tratado realizada por él mismo,
hasta encender en la capital una verdadera contienda entre sus propios seguidores —entre los cuales estaba parte de
la aristocracia romana— y los de Rufino —entre ellos Paulino de Nola—.
El nuevo papa, Atanasio (399-402),
entretanto, se mostraba orientado a favor de Rufino, el cual le dirigió dos apologías —Ad Atanasium y Contra
Hieronymum—, que provocaron la obra polémica más violenta de Jerónimo, la Apologia contra Rufinum, en tres
libros71, de los cuales el último fue redactado en el 402 en forma de carta enviada a Agustín. El santo obispo de Hipona, consternado,
intervino con una carta de deploración, para poner fin con decisión a la controversia. Desde aquel momento Rufino calló definitivamente,
si bien Jerónimo no cesó de atacarlo con total falta de generosidad, hasta, incluso, después de la muerte de aquél.
Mas años después no les faltó a
los origenistas notables admiradores, como Casiano, Vicente de Lérins, Sidonio Apolinar y Genaro de Marsella.
III. El pelagianismo
De esta controversia fue protagonista,
en cambio, precisamente Agustín, que empeñó sus últimos decenios de vida y todos los recursos de su inteligencia y de su fervor
apostólico en combatir las doctrinas de Pelagio. Éste —monje de origen británico, culto, asceta riguroso, sabio y apreciadísimo
director espiritual— se había trasladado a Roma hacia el 385, dedicándose a una intensa actividad de escritor y de predicador,
con el apoyo de la familia noble de los Anicios y sin que nadie contestase nunca su enseñanza. Mas, cuando en el 410, para
huir del peligro visigodo, se trasladó a África, sus tesis encontraron la oposición de Agustín, que le hizo condenar en un
concilio reunido en Cartago.
Pelagio consideró entonces oportuno
marcharse a Palestina. Mas tampoco lejos fue perdido por la mirada de Agustín, que solicitó del papa Inocencio (402-417) la
excomunión, del emperador Honorio un edicto de condena (418), y del nuevo pontífice Zósimo (417-418) —en principio conciliador—
la definitiva excomunión, formulada en una larga encíclica llamada Epistula tractaroria. Los obispos que no la suscribieron
—entre ellos Juliano de Eclano— fueron exiliados por Honorio y, además, expulsados por Teodosio II en el 430.
La gracia era el gran tema de controversia.
Agustín había captado que cualquier afirmación que disminuyera su importancia trivializaba —sobre el plano doctrinal—
el misterio de la redención, y comprometía —sobre el plano práctico— los fundamentos antropológicos de la ética
cristiana. Pelagio, de hecho, creía optimistamente —casi a la par que la moral estoica— que el hombre podía —empeñando
la propia libertad en la dura lucha contra el pecado— conseguir la perfección cristiana. Contra tal confianza, Agustín
desarrolló en admirables tratados72 la doctrina del pecado original, por el cual todo acto humano se revela intrínsecamente pecaminoso, luego no meritorio,
hasta que, por la libre sumisión a Dios, viene “salvado” por el Amor absolutamente gratuito. Aunque fuertemente
marcado de pesimismo sobre la naturaleza concupiscente del hombre, el pensamiento de Agustín penetraba en aquella interioridad
de la persona en la que reluce el esplendor mismo de Dios.
69En el discurso En torno al Imperio que el obispo de Cirene, Sinesio, tuvo en el 399, se expresó la quintaesencia
de este espíritu antibárbaro. Y un año después el obispo de Constantinopla, Juan Crisóstomo, indujo al pueblo a expulsar al
godo Gainas, que era el jefe del ejército.
70Fue destruido, entre otros, el espléndido Serapión de Alejandría.
71Llenos de insultos: «Serpiente, hidra, asno, perro».
72De natura et gratia; Contra Iulianum; De gratia et libero arbitrio; De praedestinatione
sanctorum.
CAPÍTULO
XIV: LA HERENCIA DE ROMA (431-476)
I. El cuadro histórico
Las dos partes del Imperio
se volvieron ya rápidamente hacia el destino diverso que la historia les había reservado en los siglos futuros: en Occidente
se precipitó el proceso de disgregación, el cual puede decirse completamente acabado en el 476 cuando desaparece hasta la
sombra que había quedado del Imperio en Italia con Rómulo Augústulo —depuesto por Odoacro—. En Oriente se prolongó
el dominio de Constantinopla, que llegó a defenderse de las amenazas persas y mongólicas.
Se sentaron sobre el trono —hasta
la mitad del siglo— dos primos, ambos nietos del gran Teodosio: Valentiniano III (424-455) en la corte, ahora ya sin
decoro, de Rávena; Teodosio II (408-450) en la corte dorada de Constantinopla. Y en la una y en la otra fueron emperatrices
dos mujeres: en la primera Gala Placidia, a partir del momento en el que su hijo, de apenas cinco años, se había vestido la
púrpura después de la muerte de su padre Constancio III; en la segunda, Pulqueria, que asume el deber de educar y, después,
“aconsejar” al hermano, que a la edad de siete años había sucedido al padre Arcadio. Junto a las emperatrices,
dos hombres poderosos tuvieron el gobierno de las dos partes:
Aecio —magister militiae— en Occidente, y Antemio —praefectus praetorio— en Oriente.
1. Occidente
Del todo diversa era la escena
política que circundaba cada corte. En cuanto al imperio de Occidente, en primer lugar, atormentado por las guerras como nunca
antes en el pasado, caía poco a poco en pedazos. En el 439 dos acontecimientos decisivos hicieron irreversible tal desastre:
uno en la Galia, cuando los godos se instalaron como pueblo soberano, después de la estrepitosa victoria de Tolosa; el otro
en África, cuando Genserico se adueñó de la floreciente provincia consular, obteniendo después, con la paz del 442, el reconocimiento
del dominio. Los otros numerosos acontecimientos, aunque trágicos —como las terribles experiencias ligadas a las invasiones
de los hunos o las relativas a las asignaciones de los francos—, no fueron sino episodios de un curso ineludible y acelerado,
cuando muerto trágicamente el último de los Teodosios, los emperadores de Occidente no fueron sino larvas en manos del potente
Ricimero (455-472).
En un contexto de por sí grave,
la caída de la autoridad imperial llegaba cada vez a grados de mayor postración, dando lugar a vacíos de poder que la Iglesia
supo colmar viniendo en socorro no sólo de los cives abandonados a su destino, sino también de los nuevos pueblos que
se establecían al lado de la población preexistente. Tal acción de suplencia —especialmente fueron los obispos (con
parte del clero) los que se hicieron cargo de ello—, conjugada frecuentemente con comportamientos de solidaridad en
las preocupaciones de los más significativos fermentos sociales del período, hizo que la Iglesia no viniera implicada en el
proceso por el cual la nueva realidad histórica fue distanciándose del odiado nomen Romanum. Esto confirió a la misma
Iglesia la autoridad moral también a los ojos de los bárbaros, abriéndole notables espacios de afirmación temporal, mas también
permitiéndole salvar y transmitir precisamente la romanitas, aquella herencia civil que, no obstante todas las cosas,
los nacientes grupos étnicos advertían como irrenunciable.
2. Oriente
Nada de esto se verificó en la
pars oriental. Aquí fue aún la autoridad imperial quien lideró los acontecimientos que vincularon con el pasado de
Roma la historia también milenaria del imperio bizantino. Respetada de la furia de las invasiones germánicas, puesta en un
punto estratégico entre Europa y Asia, estable en la organización burocrática y no privada de recursos económicos, Constantinopla
supo —aunque no sin dificultad y fracasos— tener unidos los distintos componentes de su imperio. Ni siquiera el
fin de la dinastía teodosiana afectó aquí a la calidad de los sucesores, ya que, el primero de éstos, Marciano (450-457) —subido
al trono gracias al matrimonio (“místico”) con la augusta Pulqueria— se mostró de carácter fuerte y decidido.
Estas condiciones confirieron fuerza
al aparato estatal, de modo que la Iglesia misma fue como englobada, con la consecuencia de vincularse estrechamente a la
clase dirigente, mas también de sufrir la intervención directa de los emperadores en el ámbito —incluso doctrinal—
de las propias prerrogativas. A la solidaridad entre trono y altar correspondió perfectamente la intriga en desviaciones teológicas
y tendencias separatistas, que infligieron heridas incurables a la integridad de aquella Iglesia y de aquel Imperio.
II. La política religiosa de los emperadores
Los dos primos, reinantes respectivamente
en las dos partes del Imperio, tuvieron, desde el punto de vista religioso, estilos de vida netamente contrastados:
disoluto Valentiniano III, pío y observante Teodosio II. Y las cortes reflejaron de lleno el comportamiento de sus soberanos:
mundana —con su poeta Merobaudes— la de Rávena; austera como un monasterio, regulada al ritmo de la oración y
del trabajo, la de Constantinopla. Sobre esta última —y sobre la educación del joven hermano— impuso su férrea
disciplina Pulqueria, que, por otra parte, había hecho voto de virginidad.
Pero en cuanto a la política religiosa,
las dos cortes coincidieron en la dirección de favor acordado a la Iglesia, enriqueciendo el ya generoso paquete de privilegios
dispuesto por Teodosio I y por sus hijos Arcadio y Honorio. Rávena, sin embargo, no tuvo parecida oportunidad de imprimir
a tal política una impresión cesaropapista, aunque la intransigencia antiarriana de Gala Placidia había influido no poco sobre
el desarrollo de algunos acontecimientos externos.
Fue más bien la fuerte personalidad
del papa León Magno (440-461) a emerger en Occidente y —si no a imponer— ciertamente a inspirar la actividad legislativa
de la casa imperial: Valentiniano III emanó disposiciones contra nestorianos, maniqueos y pelagianos. Y si indirecto fue el
influjo del pontífice sobre procedimientos represivos emanados contra la insurrección de manifestaciones paganas —y
quizás también sobre aquéllas concernientes a los privilegia—, solicitados personalmente por León Magno fueron,
en cambio, los pronunciamientos del emperador a favor del primado del obispo de Roma73: la controversia con Hilario de Arles ofreció una de las ocasiones más claras.
En contra del obispo de Roma reaccionaron,
sin embargo, los soberanos de Constantinopla. El profundo y encendido interés que la augusta Pulqueria manifestaba también
por las cuestiones doctrinales, constituía una premisa inconciliable con las exigencias del magisterio de la Iglesia. El concilio
de Calcedonia por ella preparado y organizado no pudo sino desencadenar conflictos insanables. El patriarca de la Nueva Roma
obtuvo muchas ventajas —también por engaños— gracias a este celo religioso femenino; mas precisamente la posición
jurídica y de honor a él reconocida hizo irremediable el contraste de fondo con la sede de Roma.
La actuación de Pulqueria, sin
embargo, brotaba de profundas convicciones religiosas, como dejan suponer aquellas iniciativas no sólo benéficas —instituciones
humanitarias, construcciones de iglesias—, sino también de heroica renuncia —su entero patrimonio devuelto a los
pobres—, que la hicieron proclamar santa.
III. Al paso con el cambio de la Historia
A mitad del siglo V todo Occidente,
en el trasiego del cambio radical, advirtió con dramatismo la necesidad de referentes ideales. La Iglesia, también entre sus
faltas, supo ir al encuentro de esta exigencia, impregnando de animus christianus y transmitiendo algunos valores esenciales
de la romanidad. Ella alcanzó la autoridad necesaria para ello de la prestigiosa posición asumida frente al Imperio y frente
a los nuevos pueblos.
1. Relevancia del papa León Magno
León Magno, en primer lugar, tuvo
un papel de primera importancia en el desarrollo de la autoridad espiritual y temporal del papado. Las cartas emanadas de
su cancillería hacen conocer la multiforme actividad por él desplegada en la cura pastoral —liturgia, vida monástica,
disciplina eclesiástica— y en la defensa de la ortodoxia —determinantes fueron los escritos relativos al concilio
de Calcedonia—. Pero fue sobre todo la alta concepción que tuvo de su propia misión —fundada sobre la trilogía
Cristo-Pedro-Papa— la que inspiró las intervenciones más decisivas ad sedis Apostolicae auctoritatem elevandam.
El primado de Roma sobre otras sedes episcopales, indiscutido por las sedes occidentales, debió ser sostenido con energía
en los enfrentamientos con la cada vez más inalcanzable autosuficiencia de las orientales.
Tan alto sentir de la propia autoridad
espiritual se tradujo después sobre el plano político —ciertamente con la acentuación de la línea ambrosiana—
en un comportamiento vigoroso de libertad de acción en los debates con la autoridad imperial: el cesaropapismo de Constantinopla
no tuvo la mínima posibilidad de hacer brecha sobre la fuerte personalidad de este pontífice, mientras el absentismo de Rávena
consintió que esta misma personalidad se afirmase de manera tal como para poner las bases del futuro poder temporal.
Cuando en el 452 el papa León I
fue al encuentro de Atila, el cual marchaba sobre Italia, posiblemente él no habría salido a detenerlo —así suponen
algunos estudiosos— si otras razones estratégicas no hubiesen inducido al jefe huno a retirarse; en todo caso, sin embargo,
es indudable que sólo el prestigio del que gozaba el pontífice ante los bárbaros habría podido sugerir tal audacia. Tres años
después León frenó la furia del vándalo Genserico, que saqueaba la Urbe, y esto propuso de nuevo un análogo testimonio del
papel cristiano y romano que el papado se prestaba a desarrollar en el Occidente latino-bárbaro.
2. Conciencia de un cambio epocal
en Salviano
También la cristiandad en su conjunto
—aparte de las inquietantes ansias que la afligieron y las innobles caídas que la mancharon— tuvo presentes los
valores de continuidad que ella misma debía garantizar en el cambio epocal. El comportamiento de Salviano, reflejado en su De gubernatione Dei, tiene un valor emblemático a tal
respecto.
A propósito de los vándalos, este
presbítero de mitad del siglo V advertía que Genserico, expropiando a los señores de las tierras, aniquilaba la fiscalidad
romana y liberaba a los pobres colonos de la peor opresión económica y social. Aquellos pobres desventurados habrían acogido
con alivio el beneficio de la paridad creada entre ellos y los ricos en el común aguante de la Wandalorum eversio.
La idea de la igualdad social es expresada con fuerza por Salviano. Son de resaltar las pinceladas con las que el presbítero
de Marsella pinta el escenario de Cartago asedidada, pinceladas que apoyan su discurso moralista sobre un eficaz contraste
de imágenes en todo a favor de los bárbaros: Populi barbarorum fuera de las murallas y Ecclesia Cartaghinis
dentro de los muros; los primeros circumsonabant armis; la segunda insaniebat in circis, luxuriabat in theatris;
extra muros fragos proeliorum, intra muros fragor ludicrorum; parte del pueblo erat foris captiva hostium, la otra
intus captiva vitiorum; confundebatur vox morientium voxque bacchantium; y malamente podía distinguirse la plebis
heiulatio quae cadebat in bello del sonus populi qui clamabat in circo74.
Sintomático al máximo es, sobre
todo, el pensamiento de Salviano cuando refleja cuál será la suerte del Imperio por efecto del acontecimiento de los bárbaros.
En la pars barbarorum Salviano ve ya transmigrar valores antiguos, de tal manera que a la idea orosiana —y también
agustiniana— de la continuidad del imperio cristiano, Salviano opone la idea de la traslatio romanitatis. Aquel
sacerdote supo tomar sin excitación los aspectos decisivos de la revolución epocal. Godos, vándalos, burgundios, alanos...,
no constituían ya un peligro, porque ellos estaban instalados definitivamente dentro del Imperio. Y si junto a ellos se refugiaron
las poblaciones romanas era porque la buena convivencia entre los dos pueblos constituía ya un dato experimentado. A tal convivencia,
además, no se oponía tampoco la religión arriana de los bárbaros, que Salviano justificaba casi con despreocupación.
Las señales que Salviano recogía
eran suficientes para que en el horizonte se pudiera advertir el perfilarse algo nuevo. Y, aunque vagamente, se intuía la
forma, la cual debía ser cristiana, bárbara y romana a la vez. Cristiana porque, de otra manera, Salviano mismo habría pagado
en vano la vena moralista que también recorría en medio de su discurso apologético; bárbara, ya que el bárbaro dentro del
imperio iam florebat, y los procesos históricos como el de aquella naturaleza son irreversibles; romana, por fin, porque
junto a los bárbaros había emigrado ya la Romana humanitas.
Romana humanitas es una expresión, para el tiempo de Salviano, del todo singular, porque él escribe
cuando su época ya ha forjado el concepto de civilitas. Este concepto75 sustituía y definía mejor aquel apunte de humanitas. La verdad es que la civilitas representa la «tradición
de la ciudad», de su riqueza, de su cultura, de sus cives. Y en oposición a ella —con un significativo retorno
a lo antiguo— está el concepto de humanitas: Salviano opone ante todo los valores de la Roma que había sido gloriosa
a las apariencias de la Roma que está declinando; pero también proclama que aquellos valores ya han encontrado salvación cerca
de los bárbaros, e instituye las tres contraposiciones de los tiempos nuevos: la verdadera libertad entre los bárbaros
contra la mísera esclavitud bajo el yugo de las riquezas romanas; la cultura espiritual entre los herederos contra
la civilización materialista de las metrópolis; la inocente rusticidad de los campesinos y soldados, contra la corrupta
urbanitas de los nobles. La intuición de Salviano
había percibido en aquel momento la dirección fundamental de los acontecimientos históricos.
IV. El concilio de Éfeso
Las grandes definiciones trinitarias
del siglo precedente no habían aquietado del todo el genio especulativo de los orientales. Una vez aclarado que Jesucristo
era verdadero hombre y verdadero Dios, se preguntaron de qué modo se debía entender la co-presencia de las dos naturalezas.
En definir tan delicada relación su preocupación fundamental fue la de conservar íntegro el misterio de la divinidad de Cristo.
Mas, ya que precisamente tal misterio implicaba la fe en la inmutabilidad y, a la vez, la eficacia redentora de la naturaleza
divina, era inevitable que prevaleciese —a causa de una sensibilidad teológica distinta— la atención a uno o a
otro de los dos aspectos. Y ciertamente en esto Constantinopla y Antioquía tuvieron una sensibilidad distinta a la de Alejandría.
Así, las expresiones con las que tales sensibilidades se manifestaban fueron interpretadas, por quien lo sentía diversamente,
como un peligroso comprometer el símbolo niceno-constantinopolitano. Fue así como se accedió a un conflicto bastante áspero
entre las dos partes.
La chispa saltó precisamente desde
una de las más bellas expresiones que la fe —también popular— en la divinidad de Cristo había podido crear, la
de theotókos, «Madre de Dios», atribuida a la Virgen María. A Nestorio —monje formado en Antioquía y elegido
obispo de Constantinopla en el 428— tal término le parecía caer en el riesgo de implicar la divinidad en los procesos
del devenir —nacimiento, pasión, muerte— al que Cristo fue sujeto en cuanto hombre. Le pareció, por tanto, oportuno
suprimir, en su acción pastoral, el uso de este atributo mariano.
Tal posición, sin embargo, preocupó
mucho al obispo de Alejandría, Cirilo (412-444), el cual comenzó escribiendo largas cartas a Nestorio, en las cuales exponía,
con apreciable corte teológico, la tesis que, precisamente por la preocupación de garantizar la plena divinidad de Cristo
y de separarla por eso de cuanto pertenecía íntimamente a su persona —entonces también del acontecimiento de su nacimiento
de María Virgen—, habría comprometido la eficacia de la misma divinidad sobre el plano de la redención. Según Cirilo,
por tanto, más que hablar de “conjunción” de las dos naturalezas —que era la expresión usada por Nestorio
para salvaguardar la integridad de la naturaleza divina—, sería oportuno adoptar la fórmula —por él inventada—
de “unión hipostática”. Además, para que esta doctrina pudiera ser mejor divulgada, fue resumida por el obispo
alejandrino en doce proposiciones —los famosos “anatemas” de Cirilo—, mientras un dossier de textos
sobre la controversia era enviado por él mismo al papa Celestino, con el fin de ganarlo a su causa.
De este modo el debate entró en
una fase dramática. En primer lugar, cayó sobre Nestorio la condena del papa, pronunciada en un sínodo convocado en Roma en
agosto del 430. Dado que Nestorio refutó el retractarse, intervino el emperador Teodosio II, convocando un concilio en Éfeso.
Éste se tuvo en junio del 431 y fue dominado por la personalidad de Cirilo, manifestándose en esta ocasión como hábil político
y sin escrúpulos —como su tío Teófilo, al que había sucedido en la cátedra alejandrina—. Antes de nada, tuvo cuidado
de llegar con tiempo a la ciudad conciliar, con un séquito de carros cargados de regalos preciosísimos y de parabalani
—poderosos guardaespaldas—: los primeros para ganar a la corte imperial, los otros para intimidar a los opositores.
Aprovechó después la tardanza de algunos obispos orientales para abrir con autoridad, en su ausencia, el concilio. Entonces
leyó rápidamente las tesis propias y quiso, sin respeto hacia
las reglas democráticas, que en la misma jornada fueran aprobadas por apelación nominal, y que al mismo tiempo fuera suscrita la condena y la deposición
del “blasfemo” Nestorio.
Firme fue, sin embargo, la reacción
de los obispos orientales llegados por entonces. Liderados por Juan de Antioquía, reunieron un contra-concilio y así se debió
asistir a una serie de excomuniones y deposiciones recíprocas, sostenidas de vez en cuanto por tumultos populares y por intrusiones
de cortesanos. Sin embargo, precisamente este concilio regalaba entretanto a la Iglesia universal la consoladora definición
de la maternidad divina de María. Mas al final, en octubre,
con una decisión salomónica, Teodosio declaró cerradas las dos asambleas.
El único en pagar las consecuencias
del incandescente enredo del concilio fue Nestorio, que no regresó a la sede de Constantinopla, terminando sus días en el
450 en un rincón perdido de Egipto. En cuanto a la controversia, que naturalmente continuó bajo las cenizas entre Cirilo —vuelto
como triunfador a su Alejandría— y Juan de Antioquía —el más notable sustentador del derrotado Nestorio—,
tuvo manera de aplacarse gracias a la mediación de un ermitaño de grandísima autoridad, Simeón el Estilita, que llegó a hacer
firmar por parte de los dos un documento de acuerdo: la llamada Fórmula de unión, en el 433.
Más allá de estos dos obispos —los
cuales desaparecerían pronto de la escena—, las dos concepciones litigantes de Éfeso resistieron hasta la muerte. La
nestoriana alimentó una fuerte acción misionera en territorios como Persia y China. La alejandrina encontró en un monje llamado
Eutiquio un defensor poco formado de la tesis en torno a la presencia hipostática de la naturaleza divina, al considerar que
ésta era la única naturaleza verdadera de Cristo —“monofisismo”—. Se repitieron las distintas tomas
de posición, las condenas y hasta un concilio en Éfeso en el 449. Otra vez fue guiado el concilio por un obispo de Alejandría,
Dióscuro, agrupándose naturalmente con Eutiquio, lo cual no sirvió sino para contrastar con las sedes de Constantinopla y
de Antioquía, decididamente adversas al monje. Mas Dióscuro era un triste personaje, y sus engaños y violencias sobrepasaron
hasta tal punto los límites, que indujo al papa León —el cual había intervenido en la polémica con escritos de alto
valor teológico— a definir el mismo concilio como el «latrocinio de Éfeso».
V. El concilio de Calcedonia
Los nuevos soberanos, Marciano
y Pulqueria, a fin de restablecer la concordia religiosa, convocaron un nuevo concilio, el cual se celebró en Calcedonia en
octubre del 451. Occidente fue representado por una pequeña delegación, si bien Pascasino, obispo de Lilibeo en Sicilia, lo
presidió a petición del papa. Fue depuesto el obispo de Alejandría, Dióscuro. Fue aprobada una fórmula de fe con la que se
reconocía que las dos naturalezas de Cristo están unidas en una sola persona. Fue reconfirmado el atributo de Theotókos
dado a la Virgen María. El ecumene cristiano fue dividido en cinco grandes patriarcados: Constantinopla, Alejandría, Antioquía, Jerusalén
y Roma.
Pero fue el canon 28 —con
el que se atribuían a Constantinopla los mismos títulos y los mismos privilegios que a Roma— el que provocó entre las
dos sedes principales una distancia que no sería ya nunca salvada, ya que el ejercicio de las funciones del “primado”
de Oriente —sostenidas también por la pretensión de su origen apostólico, a causa del hallazgo de las reliquias de san Andrés— vaciaban cada vez más de contenido el primado
de la cátedra de Pedro.
Precisamente la Iglesia de Oriente,
por otra parte, sufría después de Calcedonia las consecuencias de enfrentamientos doctrinales no aplacados, que desembocaron
—también por razones étnicas—, al final del siglo VI, en la ruptura entre Constantinopla y las llamadas «iglesias
no calcedonianas» —la copta en Egipto, la etiópica, la siríaca, la persa, la armena—, todavía vitales y creativas.
73Epp. 10 y 11.
74VI, 69-71.
75 Descubierto por Mazzarino.