Tp 5 - DOCUMENTO 06.
EL PAPEL CENTRAL DEL PRESBÍTERO
EN LA PASTORAL VOCACIONAL
1. ALGUNOS DATOS DE LA EXPERIENCIA
1. El «invierno vocacional»
La escasez de vocaciones produce en los sacerdotes diversas reacciones. Casi todas llevan un denominador común:
la pena, la preocupación por esta sequía prolongada que se percibe, en general, como una prueba grande y un mal para la comunidad
cristiana.
a) En algunos la preocupación afligida se vuelve desaliento. La penuria vocacional
es para ellos un signo patente de la decadencia de la Iglesia y de la fuerza indómita y creciente de un mundo poderoso que
envuelve y penetra cada vez más nuestras generaciones juveniles. El desaliento va acompañado por una fuerte nostalgia
de los tiempos pasados. Este desaliento lejos de estimular las potencialidades vocacionales de nuestro ministerio las
suele congelar. Lleva implícita una convicción más o menos arraigada: «no vale la pena luchar contra los elementos».
El desaliento, en fin, se expresa en una leve esperanza (más forzada que espontánea) de que vendrán tiempos mejores: «esto
no puede continuar así; esperemos que cambie la situación; mientras tanto, es preciso resistir como podamos».
b) Para algunos otros el empeño por promover las vocaciones en estas circunstancias sociales
y eclesiales es un voluntarismo bastante cegato. Según ellos, la Iglesia tiene que pensar en otras formas de ministerio
presbiteral y de acceso a él, que se añadan a la forma actual e incluso, tal vez, la substituyan. Hay que pensar en
un sacerdocio no célibe, en una apertura del camino sacerdotal a la mujer, en una promoción de laicos que ejerzan casi todas
las funciones que hoy desempeñan los presbíteros, en un diaconado permanente mucho más extendido y más profundamente arraigado,
en una vigorización de nuestras comunidades y en un modelo de Iglesia diferente.
e) Otros sacerdotes, son conscientes del problema de la penuria vocacional, pero están
demasiado enfrascados en sus muchas tareas apostólicas para dedicar a este capítulo una atención proporcionada a la importancia
del problema. Cuando el obispo o la delegación se propone inquietarlos responden diciendo: «¿otra preocupación prioritaria?;
no cabe en mi agenda».
d) Algunos presbíteros, apenadamente conscientes de la situación presente (y sobre todo futura), creen
no poder hacer mucho personalmente por la promoción vocacional. Se sienten poco capaces por su edad, su dedicación preferente
a los mayores, su difícil sintonía con la juventud. Pero asumen la necesidad de una entrega más abnegada y más prolongada
a su ministerio precisamente por la escasez de los relevos.
e) No faltan tampoco quienes, a pesar de la dificultad de la pastoral vocacional se
preocupan activamente por ella, colaboran con la delegación diocesana, envían muchachos a las convocatorias, sensibilizan
a los catequistas y padres, llaman a algunos muchachos.
f) Hemos de aludir, en fin, a aquellos sacerdotes en quienes la prueba de la crisis vocacional despierta
una confianza más aquilatada que les hace poner en las manos del Señor, de la historia y de la Iglesia la suerte futura de
su comunidad, sin querer dictarle los caminos por los que Él proveerá a dicha suerte futura.
2. Reticencias mentales
La dificultad y delicadeza de la promoción vocacional es una situación muy propicia para suscitar en los sacerdotes
todo un abanico de resistencias o de reticencias que afectan bien a su mente, bien a su afectividad. Es cierto que muchos
sacerdotes no sucumben ante ellas y realizan a su manera la pastoral vocacional. Vamos a analizar algunas reticencias
mentales o prejuicios que suelen bloquear la propuesta vocacional.
a) En un pasado todavía no lejano la familia, el ambiente y la influencia eclesial condicionaban
fuertemente la vocación de niños y adolescentes. Hoy, por un movimiento pendular explicable pero excesivo, algunos sacerdotes
han llegado a la convicción de que a nadie puede hacérsele honestamente una propuesta vocacional antes de la edad propiamente
juvenil. Estiman que la inclinación temprana de algunos muchachos hacia el sacerdocio carece de significación y resulta
incluso sospechosa. Creen que la propuesta vocacional en edades más bajas es un condicionamiento indebido para un psiquismo
todavía débil.
b) La pastoral vocacional de antaño hacía de los seminaristas «clérigos prematuros».
No favorecía en el seminarista un contraste previo y suficiente entre las múltiples posibilidades de la vocación cristiana.
Hoy podemos incurrir con alguna frecuencia en un error inverso. Con dudoso rigor teológico, damos por supuesto que los
niños y adolescentes son «laicos en gestación». En consecuencia, la formación cristiana que les ofrecemos, los testimonios
que les brindamos y las orientaciones prácticas que les sugerimos están orientadas, exclusivamente, a una vida laical.
e) Aunque los tiempos de sequía vocacional son propicios a admisiones precipitadas de candidatos
al Seminario, el peligro inverso no es imaginario: trazar un tipo definido de candidato y exigirle un recorrido determinado
previo a su ingreso. Una buena parte de los candidatos reales no se ajustan a ningún diseño. Dios es imprevisible.
Las variables psicológicas, históricas y sociológicas que confluyen en cada vocación concreta desbordan cualesquiera de las
previsiones excesivamente precisas y exigentes. Las vocaciones reales son como son, no como quisiéramos que fueran.
Están donde están no donde preveíamos encontrarlas. Los esquemas rígidos pueden dificultar este encuentro. Naturalmente,
esta afirmación no contradice en modo alguno la necesidad de que el Seminario Mayor ofrezca y postule una específica espiritualidad
y una fon-nación pastoral coherente con ella.
d) Algunos sacerdotes estiman, en fin, que la drástica reducción de vocaciones presbiterales es más bien
una gracia que una desgracia. Resultaría necesaria para que los presbíteros declinaran muchas tareas y responsabilidades
eclesiales que no les son específicamente propias y las transfirieran a los seglares. La alarma por el descenso de vocaciones
al presbiterado sería injustificada o, al menos, desmesurada. No pasaría nada grave en la Iglesia por el hecho de que
el ministerio presbiteral quedara reducido a unas dimensiones muy modestas o incluso fuera suplido por laicos liberados.
Es claro que esta concepción revela, además de un cierto déficit teológico, una original (y extraña) interpretación de los
signos de los tiempos. Déficit teológico porque olvida que el ministerio pertenece a la estructura misma de la Iglesia
y constituye un principio estructurador de la comunidad cristiana. Original interpretación porque la penuria de un bien
necesario no es una situación de gracia. Aunque si es verdad que en el corazón de esta penuria el Espíritu quiere decimos
algo.
3. Resistencias vitales
Tras la reticencias mentales vamos a considerar ahora algunas resistencias de naturaleza
afectiva. El denominador común de casi todas ellas es el temor. Este temor (que en nuestro caso no es algo carente
de fundamento ni una simple escapatoria para hurtar el hombro a una tarea de frutos poco visibles) puede revestir formas diferentes.
a) El temor a crear extrañeza y distancia entre los muchachos. La propuesta
vocacional queda muy lejos del mundo de proyectos y realizaciones de la gran mayoría de nuestros adolescentes y jóvenes.
Incluso despierta un reflejo defensivo espontáneo en muchos niños. Tal extrañeza defensiva puede retraer al cura e inducirle
el temor a formular la propuesta a los posibles candidatos. El sacerdote se dice en su interior que bastante le cuesta
tener un buen contacto con los niños mayores, los adolescentes y los jóvenes para «espantarlos con invitaciones vocacionales».
b) El temor a parecer ante los padres proselitista y a ser tachado por ellos de presionar
a los niños o adolescentes. La sensibilidad de bastantes padres es, en este punto, suspicaz. Una propuesta personal,
sobre todo si es repetida, puede parecerles poco respetuosa de la libertad de los hijos.... y de las ambiciones de los padres.
e) El temor a orientar al muchacho hacia un camino que exige mucho sacrificio, ofrece
pocas compensaciones hoy cotizadas como valiosas y es surco de sufrimiento. Cuando un cura lee su historia personal
como historia de sufrimiento (a veces con mucho motivo) es fácil que ante una posible propuesta vocacional se diga: «no me
atrevo a empujarlo a un camino que, en el mundo en el que va a vivir, le va a resultar bastante oscuro y sufrido».
d) El temor a que el muchacho que entra al seminario desista de su intención primera
o no sea considerado apto por los formadores y, al volver a la parroquia o al pueblo, siembre de sal el terreno vocacional.
e) El temor a que, en estos
tiempos en los que educar se ha vuelto tan complejo, la instancia formadora del Seminario Mayor o del Seminario Menor no sepa
hacerlo bien. En otras palabras: una confianza insuficiente o inexistente en los formadores del Seminario.
f) El temor a estar poco preparado para llamar y acompañar a un muchacho que entra en el
camino de su clarificación vocacional. «Es un terreno muy delicado; eso es pastoral muy especializada».
Seguramente vosotros añadiréis otros temores o tacharéis como poco relevantes algunos de
los que yo he apuntado. Lo importante es que nos auscultemos a nosotros mismos para detectar cuáles se alojan dentro
de nosotros y cómo encararlos y disiparlos o, al menos, domesticarlos.
4. La propuesta vocacional que realizamos
Reticencias mentales y resistencias efectivas pueden expresarse equivalentemente en estas
dos palabras: prejuicios y temores. Si no llegan a congelar la propuesta vocacional a los muchachos, a sus padres, o
a los catequistas, influyen al menos en el modo de realizar esta propuesta.
a) La propuesta personal puede pecar de reducida. En principio todos los muchachos
deben recibir una propuesta general, una invitación al grupo entero. Aquellos que creemos pueden ser aptos deben recibir
una propuesta particular, una invitación personal. Un muchacho que muestra una cierta inclinación a la piedad, un carácter
bueno y espabilado, una bondad de corazón, debe ser invitado. Un muchacho sinceramente cristiano debe interrogarse una
vez en su vida si el Señor no le llama a esta manera concreta de ser cristiano: ser sacerdote. Los provocadores ordinarios
de esa interrogación somos en buena medida los sacerdotes.
Algunos jóvenes en principio aptos reciben de nosotros esta propuesta; muchos otros no la
reciben ni de nosotros ni de nadie. Las encuestas vocacionales que conozco prueban esta afirmación. La gran mayoría
responderán que no; una minoría reducida, pero no insignificante ni residual, puede y suele responder que están dispuestos
a plantearse la pregunta.
b) La propuesta general y particular suele ser frecuentemente tardía. Salvo excepciones,
el riesgo de influir en exceso en la mente y corazón de un niño mayor, de un adolescente o de un joven es hoy prácticamente
nulo. Muy al contrario: hacer en los debidas condiciones al muchacho una propuesta general o particular es abrir en
ellos un espacio para una mayor libertad. La propuesta puede conseguir que una alternativa que no habían considerado
o habían desechado irreflexivamente se convierta para ellos en una alternativa que merece su atención. Una propuesta
así no sólo ensancha su abanico de elección, sino que les ayuda a ser libres porque les presenta ante los ojos algo diferente
que reclama romper con la lógica imperante, con la influencia determinante del ambiente. Llevado por ese ambiente hoy
el muchacho no es verdaderamente libre para elegir positivamente ser cura si no se le ayuda presentándole la alternativa de
serlo, disipando sus temores y animándole a ser responsable de su decisión y no esclavo del ambiente. El ambiente lateral
entre muchachos es muy poco favorable al seminario. La influencia de ese ambiente lateral es muy grande, casi dictatorial,
sobre los chicos. Lo he comprobado personalmente. Si a los miedos interiores se suma el ambiente exterior, decidme
qué espacio de libertad le queda al muchacho bueno y con una cierta inclinación religiosa: casi ninguno si no fortalecemos
su «yo» con nuestro apoyo.
e) La propuesta suele ser con frecuencia pusilánime, es decir, insegura. Naturalmente
los temores que podemos llevar dentro nosotros mismos se reflejan en la propuesta. He sentido personalmente esta tentación.
Yo mismo he visto muchas veces cómo al formular a un grupo la propuesta vocacional muchos jóvenes «desconectaban». Lo
sentía mientras les hablaba. Ante esta respuesta la reacción espontánea por nuestra parte es la pusilanimidad, el hablar
inseguro, la tentación de albardar el mensaje vocacional y de descafeinarlo reduciéndolo a una vocación social de servicio
o a una tarea nimbada artificialmente de una abnegación heroica. Nos cuesta sostener el «punto profético». Pero
hemos de pensar: «aquí hay chicos de diferente sensibilidad; algunos, seguramente, están conectando; vale la pena mantener
e intensificar la propuesta».
d) La propuesta suele ser poco interpeladora. Exagerando y caricaturizando un poco,
podría formularse así: «mira si te interesa esto de ir al Seminario; actúa con toda libertad; no tengas ningún miedo a decir
que no te interesa; yo comprendo que esto no es atractivo y que es difícil». Una propuesta así delata una gran inseguridad
en el proponente.
Tal vez nuestra propuesta no es suficientemente interpeladora porque confundimos el respeto delicado
que debemos siempre a la decisión de tina persona (y más todavía si es poco madura) con el carácter concreto, interpelador,
singular y decisorio que tiene la llamada del Señor. El «Ven y sígueme» es resuelto e interpelador. Nosotros en
nuestra propuesta tenemos que saber armonizar la interpelación que viene del Señor con el respeto que debemos al interlocutor.
Pero no podemos convertir la interpelación del Señor en una simule invitación «a voleo, por si cuela», como la propaganda
publicitaria que depositan diariamente en nuestros buzones.
Naturalmente tenemos que ser menos interpeladores en el momento de decidir.
Pero hemos de ser netamente interpeladores a la hora de invitar a planteárselo al menos una vez en la vida. Este autoplanteamiento
es un postulado de la naturaleza vocacional de la vida cristiana y del carácter singular, concreto y propio de la llamada.
El Señor nos ha llamado no sólo a ser cristianos de manera genérica, sino a serlo de una manera determinada. Así nuestra
vocación cristiana se torna vocación particular. «Cada uno ha de ser ayudado para poder acoger el don que se le ha dado a
él en particular, como persona única e irrepetible» (PDV.40). Algunos de nuestros jóvenes son llamados por Dios a ser en concreto
sacerdotes. Ayudar a los jóvenes a descubrir su vocación particular y a preguntarse si el Señor no les llamará al presbiterado
es, pues, una tarea que brota de la teología de la vocación.
III. CINCO ACTITUDES NECESARIAS PARA UNA PROMOCIÓN
VOCACIONAL
No me refiero aquí a las actitudes absolutamente básicas como la oración, la identificación
con nuestro ministerio, el aguante de corredor d fondo, etc. Me remito a algunas actitudes específicamente referidas
a la pastoral vocacional.
1. Asumir la prioridad de la tarea sobre
muchas otras de su ministerio
Uno de los problemas de bastantes sacerdotes muy ocupados consiste en que la intensidad
y calidad que ponemos en nuestras tareas no siempre está en correspondencia con la importancia de dichas tareas. En
otras palabras: no siempre nuestra actividad está debidamente jerarquizado.
Es difícil, si tenemos clara la jerarquía
de nuestras tareas, aducir que estamos muy ocupados en otros quehaceres. Podemos decir: «yo no estoy ya para estos trabajos
finos, pero estoy dispuesto a realizar otra clase de servicios (por ejemplo a la gente mayor) para que otros puedan dedicarse
más a la pastoral vocacional». Pero lo que no podemos aducir como motivo para no ejercer la pastoral vocacional es que
estamos muy ocupados.
Asumir una prioridad significa en la
práctica incorporarla a nuestro programa concreto de trabajo y evaluar periódicamente nuestra dedicación a ella.
2. La calidad del testimonio evangélico
Dicen algunos especialistas que la sociedad actual (y en ella los jóvenes) ha perdido capacidad
simbólica, es decir, capacidad para dejarse interpelar y movilizar por los signos y, en concreto, por el testimonio.
Puede ser verdad en parte. Una existencia cristiana que resultaba interpeladora hace veinte arcos, tal vez no interpele
demasiado hoy. Pero hay signos de calidad que sí son interpeladores. Una Teresa de Calcuta, un Mons. Romero,
unas misioneras de Rwanda interpelan de verdad. Uno de estos signos es nuestra radicalidad evangélica. Cuando
un joven dice o piensa de un cura: «éste "cree en Dios"; su hablar, su escuchar, su hacer me da la impresión ¿le verdad;
este cura ora de verdad, no tiene un clavel, está siempre disponible, acoge siempre»... ese testimonio le está interpelando.
3. La alegría
No me refiero a la jovialidad y a la juvenilidad, que son propias de algunos temperamentos
y de ciertas edades. La alegría es otra cosa. Es vivir centrados en nuestra misión. Es sentirse bien en
la propia piel. Es la capacidad de encajar las dificultades y los contratiempos. Es la aptitud para mirar el lado
positivo de las personas y de la vida. Es la relativa inmunidad ante el desaliento. Es la capacidad de infundir
en otros las ganas de vivir. Es la virtud de despertar en la gente lo mejor que tiene y de amortiguar lo peor que lleva
dentro.
Esta alegría interpela. Les hace preguntarse: «¿qué hay dentro de este hombre?, ¿qué resorte
le hace ser así?».
4. La proximidad
La proximidad tal como la entiendo aquí tiene dos dimensiones:
a) La primera es el trato frecuente y familiar con los jóvenes. A veces, sobre todo en parroquias
grandes, coordinamos a los responsables de la diferentes áreas, pero estamos poco con los jóvenes. Los proyectos de
vida se comunican por continuidad, casi por contagio. Viendo de cerca a un cura trabajar, desvivirse, sufrir y gozar,
perdonar y orar, pueden algunos jóvenes barruntar movidos por el Espíritu, el misterio que uno lleva dentro, sentir su atractivo
e identificarse con él.
b) La segunda dimensión de la proximidad consiste en una actitud más interior: la aceptación positiva
de los jóvenes con sus virtudes y sus defectos. En otras palabras: un «a prior¡ positivo» ante los jóvenes. Esta
aceptación descarta una actitud recelosa o una actitud de extrañeza. La vida adulta puede (no necesariamente) irnos
distanciando del mundo de los jóvenes hasta el punto de provocar en nosotros un sentimiento de extrañeza, de distancia, de
incomunicación.
e) Cuando se dan estas dos dimensiones de la proximidad puede y suele darse un
fenómeno que es muy favorable a la emergencia de la vocación: el muchacho nos confía su intimidad, con sus proyectos, sus
temores, sus debilidades, su problemática familiar, sexual, afectiva, religiosa. Nos convertimos en su consejero y su
amigo. La experiencia de haber sido ayudado, confortado, consolado, iluminado por un sacerdote en sus problemas es una
ocasión única para que el muchacho experimente en su carne el valor de una vida consagrada al ministerio. En ese contexto
puede brotar en el joven una pregunta ya vocacional: «yo, que tanto recibo de este hombre ¿no podría hacer en el futuro con
otros muchos jóvenes lo que hace él hoy conmigo?».
5. La preparación adecuada
La pastoral vocacional se ha vuelto no sólo difícil por los frutos, sino compleja por su
delicadeza. Al igual que la pastoral familiar, o la pastoral litúrgico o la pastoral con los marginados requiere un
aprendizaje teórico y práctico, una formación. Postula por tanto, lecturas, cursillos, intercambio de experiencias.
Una de vuestras tareas más importantes consiste en brindar a los presbíteros todos estos servicios. Es preciso que evitéis
con ellos un combinado «perverso» que se da en bastantes sacerdotes: la pereza para realizar lo no cotidiano y trillado y
el miedo a fracasar.
IV. TAREAS PRESBITERALES
EN LA PASTORAL VOCACIONAL
Identifiquemos algunas de mayor calado. Son válidas para curas de parroquia,
para profesores de Religión y para consiliarios de movimientos.
1. Concienciar a la comunidad parroquial
La preocupación del cura por las vocaciones presbiterales debe trasvasarse a la comunidad parroquias.
La predicación es un espacio apto. Organizar las jornadas de oración por las vocaciones lo es igualmente. En las
reuniones del Consejo de Pastoral (si existe) el problema de cómo suscitar vocaciones en la parroquia debe ser abordado.
Conozco alguna parroquia en la que el Consejo decidió invitar a algunos jóvenes especialmente vinculados a ella. Una
comunidad parroquias desarrollada debe tener una «comisión vocacional» en su Consejo de Pastoral. Debe programar y evaluar
toda una serie de iniciativas de pastoral vocacional. Los sacerdotes necesitarán de vuestra delicada insistencia, sugerencias
sobre acciones posibles, guiones y materiales adecuados.
2. El «boca a boca» con los padres
Cuando se trata sobre todo de jovencitos (12-15 años) es necesario este contacto. Para disipar
sus temores y prejuicios. Para estimular su respeto a la inclinación del muchacho. Para animar la responsabilidad
que tienen, como creyentes, de favorecer la opción sacerdotal de su hijo. Para denunciar con mansa y delicada firmeza
los instintos de protección y de posesión que muchas veces les inducen a retraer a sus hijos de invitaciones vocacionales
(«no vayas al campamento», «no asistas a la reunión»).
3. La invitación directa a los muchachos
La invitación general, que debe ser hecha a todos; la singular debe hacerse a los que son
aptos. Si responden que no, es bueno preguntarles amablemente por qué. Si se retraen tímidamente, es bueno volver
en otro momento y ayudarles a identificar sus resistencias y sus miedos. Si se muestran dispuestos, es necesario iniciar
un camino de discernimiento en encuentros periódicos con ellos. Los delegados debéis ofreceros a apoyar al sacerdote
e incluso, por vía de suplencia, acompañar personalmente o por medio de algún miembro del equipo, a estos muchachos así detectados.
4. La animación vocacional de los catequistas
y de los profesores de Religión
El cura debe sembrar la inquietud vocacional en los catequistas y en los profesores de Religión.
Es bueno que también ellos tengan un cursillo de mentalización y sensibilización en los que conozcan los motivos, los criterios
y los modelos de intervención catequístico-vocacional en las diferentes edades. Es necesario que se les ofrezcan y expliquen
materiales para estas intervenciones catequéticas.
V.
UNA LECCIÓN QUE ES PRECISO APRENDER
Hay un interrogante hoy muy vivo, que no podemos soslayar: en medio del invierno vocacional hay
grupos y espacios eclesiales en los que surgen vocaciones relativamente abundantes. Nuestra reacción espontánea suele
ser cerradamente crítica ante las propuestas vocacionales que se materializan en estos grupos y espacios: «fuerzan a la gente,
la aíslan en un ghetto, crean generaciones "a la contra", fanatizan a sus adeptos, les "jaman el coco", adscriben a muchachos
poco normales, etc.». A lo mejor hay, según los grupos, algo, bastante o incluso mucho de todo esto en la pastoral vocacional
de estos grupos.
Pero con estas respuestas,
casi siempre exageradas, no damos cuenta del problema. Me parece más honesto y más sagaz analizar por qué estos grupos
tienen vocaciones. Tal vez de este análisis puedan destacarse unos aspectos que descuidamos en nuestra pastoral vocacional.
Yo no he realizado el análisis profundo de este porqué. Pero algo he pensado acerca de los factores que descuidamos.
Podemos encontrar en estas prácticas las siguientes insistencias:
1. La iniciación de los jóvenes a la oración
En la oración hecha con fuste y con sinceridad
resuena de manera viva e interpeladora lo que Dios quiere de nuestra vida. El Dios que simplemente me atrae se convierte
en el Dios que me atrae y me interpela.
Enseñar a orar me parece elemental para
suscitar vocaciones. Ayudarles a orar habitualmente y a introducir la oración diaria o frecuente en su «proyecto de
vida personal» me parece capital. Enseñar a manejar en la oración los innumerables y preciosos textos de la vocación
en la Biblia con unos cuestionarios adecuados y con unos comentarios adaptados me parece una manera excelente de «provocar»
la llamada de Dios. Tengo experiencia personal que avala esta afirmación.
2. La práctica del acompañamiento espiritual
Es otra práctica que privilegian algunos
de los grupos que tienen vocaciones. Si Dios tiene un proyecto singular y concreto sobre mi persona será necesario discernirlo.
El Señor no habla generalmente a través de signos fulgurantes y evidentes. Pero tampoco su llamada es tan enigmática
que no se pueda descifrar. En ese claroscuro se sitúa el discernimiento. La dirección espiritual o el acompañamiento
es un medio muy apto para tal discernimiento. Acompañado del director, el muchacho lee los signos que Dios le emite
en su vida y distingue tal vez entre ellos la llamada vocacional.
Este acompañamiento debe tender a ser total en extensión y en profundidad.
a) En extensión
No ha de reducirse a los aspectos estrictamente
vocacionales. La vocación presbiteral se despliega en el contexto de una vida biológica, intelectual, sexual, social,
moral, religiosa, eclesial. Condiciona todos estos aspectos y es condicionado por ellos. Es preciso que quien
acompaña los conozca para que pueda ayudar a discernir.
b) En profundidad
No ha de circunscribirse a una simple
valoración del comportamiento (=rendimiento). Es necesario el análisis de las motivaciones, de las actitudes y todavía
debajo de ellas, el fondo de sus inclinaciones y rechazos vitales que la ascética clásica llamaba «pasiones». Debajo
de una inclinación vocacional pueden esconderse el afán de protagonismo; el temor a la intemperie de la vida civil; la baja
autoestima; el sentimiento de ser moralmente vulgar; el miedo a la mujer; la incomodidad ante el propio cuerpo; la homosexualidad
latente. En el diálogo se esclarecen los motivos, se revelan los temores, trasparecen los impulsos profundos.
Hay que llegar respetuosamente ahí, si queremos ayudar a discernir.
Para realizar este acompañamiento son,
desde luego, necesarios la sensibilidad al Espíritu y a sus signos; el conocimiento de la teología de la vocación; la familiaridad
del acompañante o director con los procesos vocacionales; la libertad ante el candidato y su entorno; la lealtad a él; la
discreción.
3. La fuerte conciencia comunitaria de pertenecer
a un grupo eclesial
Los grupos que atraen bastantes vocaciones suelen ser muy definidos. Saben lo que son.
No son colectivos de imprecisos ni de indecisos. Tal vez sus precisiones son excesivas y sus decisiones prematuras.
Pero nos enseñan que un grupo cristiano, por juvenil que sea, tiene que tener un nivel de definición. No todos nuestros
grupos lo tienen.
Estos grupos con «gancho vocacional» suelen tener una «mística de grupo». Tal mística suele llevar consigo
una alta valoración del grupo y unos lazos de pertenencia y de fidelidad grupal muy definidos. Las llamadas que se reciben
de ese grupo o de sus líderes tienen fuerza persuasiva.
En una edad y en una época en la que la pertenencia a la pandilla juvenil y a la generación juvenil
marcan a los jóvenes hasta el punto de hacer muy difícil en ellos cualquier conducta que «se salga» de los parámetros convencionales
vigentes entre ellos, resulta necesario crear grupos con fuerte cohesión y vivo sentido de pertenencia a una comunidad juvenil
y adulta) mayor. Por eso es preciso implicarlos en los grupos parroquiales o incorporarlos en algún movimiento.
De muchachos «enganchados» a la parroquia salen algunas vocaciones. A lo mejor algunos nos parecen un poco «sacristías».
Pero hay chavales que, después, en el Seminario se abren mucho.
Nuestros grupos parroquiales (e incluso nuestros movimientos) son generalmente bastante bajos en temperatura
grupal. Sin favorecer el intimismo debemos promover la intimidad. Sin crear dependencias comunitarias, hemos de
cultivar la identidad y la cohesión en nuestros grupos juveniles. Cohesión interna y adhesión externa a la gran comunidad.
4. La radicalidad de la propuesta
Los grupos hoy vocacionalmente «fecundos» practican con frecuencia, como metodología formativa
una cierta «terapia de choque». Resaltan los elementos de contraste de su vocación con respecto a los modelos imperantes
en la sociedad. Despiertan esa capacidad, e incluso esa necesidad de oponerse que existe en el muchacho. Y plasman
su oposición frente a esos puntos en los que muchos jóvenes hoy son altamente dependientes (incluso esclavos) de su ambiente:
la vivencia incontrolado de la sexualidad; el abi7so del alcohol; la adoración del dinero; la seguridad profesional a toda
costa; el confort como valor de alta cotización. Crean en los jóvenes la conciencia de pertenecer a un grupo «selecto»
y «puro», llamado a liberar de la vulgaridad y de la esclavitud a los jóvenes hundidos en ella.
No es sana una educación que subraya tanto el contraste que olvida la comunión del joven con el mundo
y con su mundo. Pero tampoco lo es aquella pedagogía que no cultiva la contradicción del cristiano con determinadas
actitudes, comportamientos y modos de vida inhumanos y legitimados simplemente por la estadística. ¿Educamos en esta contradicción
y en esta contestación? Al fin y al cabo, ser cura hoy es una manera mansa e intrépida de contestar desde la comunión.
Si la educación cristiana no despierta esta actitud, no prepara para escuchar la llamada del Señor.
¿Cómo plasmar esta educación en el contraste, de manera evangélica, equilibrada, respetuosa con las personas
y positiva ante el mundo? El adolescente y el joven necesitan vivir la comunión y el contraste desde un grupo cuya fisonomía
expresa al mismo tiempo ambos valores.
PALABRA FINAL
Os he ofrecido con interés mis reflexiones y sugerencias. Con interés y con esperanza. Esta esperanza
no es una quimera. Es objetiva. Vosotros sois multiplicadores de la pastoral vocacional. Vale la pena que
un obispo os haya dedicado hoy una mañana. Vale la pena que, puesto que sois nuestros colaboradores muy estrechos, os
dediquemos una atención muy especial y muy agradecida.